Si hay algo que se recordará del lustro que se inició con PPK es la llegada de cientos de miles de venezolanos al país. El Perú no ha sido un país de grandes olas migrantes como otros de la región y el mundo, y hasta el 2016 la cantidad de migrantes residentes del país bordeaba a lo mucho las cien mil personas, existiendo en contraparte cerca de tres millones de peruanos repartidos en todo el mundo. No obstante las leyes migratorias, enfocadas solo en favorecer las inversiones, no reconocía mayores derechos a los trabajadores y mucho menos a los familiares, espos@s, madres, padres e hij@s de migrantes, dependientes de sus parejas peruanas, aunque se traten de personas maltratadoras, que abandonan sus hogares y no pagan manutención a sus hijos.
Esta situación se agudizó en el gobierno de Ollanta Humala, cuando tuvo de ministro del Interior a Daniel Urresti, quien valiéndose de una legislación obsoleta y discriminatoria de los tiempos del fujimorismo, organizó persecuciones contra parejas extranjeras de peruan@s por supuestas irregularidades en su documentación, así como con los artistas ambulantes.
Por eso se esperaba que al llegar al gobierno Pedro Pablo Kuczynski, de talante liberal, hijo de migrantes y con esposa norteamericana, esta situación cambiara. Y efectivamente, en un primer momento hubo algunas modificaciones en la organización de la Superintendencia Nacional de Migraciones, como la creación de una oficina para las personas vulnerables y la promulgación del Decreto Legislativo 1350, que supuso un avance en cuanto a trámites y procedimientos, así como la declaración formal de respeto a los derechos superiores del niño y la familia. Pero no se resolvían las demandas del colectivo de mujeres migrantes, como el arraigo por los hijos o la protección de las personas víctimas de violencia en el país, dejando nuevamente todo a la discrecionalidad de los funcionarios.
Los cambios en la legislación y en la Superintendencia estaban orientados en realidad a atender a la cada vez más amplia e incontrolada migración venezolana, que salía de su país por la crisis política y económica, y alentada por la administración Trump. Ello coincidió con la creación del “Grupo de Lima” para desconocer la presidencia de Maduro, cuyos integrantes acogieron a los migrantes de Venezuela, siendo el Perú el segundo país en cantidad de ingresados, después de la vecina Colombia.
Desde el principio quedó claro que la presencia de la mayoría de los venezolanos en nuestro territorio, más allá del drama personal de cada uno, tenía una intencionalidad política, como propaganda contra el régimen chavista, no importando si eso se conseguía enfrentándolos a la población local. En un principio la “invasión chama” fue recibida con cierta simpatía, pero luego se pasó a manifestaciones xenófobas, alentadas por los medios con noticias reiteradas de delincuentes de esa nacionalidad (que muchas veces se encubrían eufemísticamente como “extranjeros”). Es cierto que no se puede estigmatizar a nadie por las acciones de otros, pero también que esto se pudo haber reducido si las autoridades hubieran tenido un poco más de control e información (por ejemplo, con las fichas de Interpol) sobre el grupo migrante, como sí lo hacen con los de otras nacionalidades.
En paralelo, en estos años las autoridades del Estado, sea de la Superintendencia Nacional de Migraciones, ministerios del Interior, Relaciones Exteriores, Justicia, Mujer y Poblaciones Vulnerables y la Defensoría del Pueblo han realizado centenares de eventos y reuniones para propiciar la integración con los “hermanos venezolanos”. Igualmente se movilizan campañas de instituciones internacionales como la Organización Mundial de Migrantes (OIM), Amnistía Internacional, entre otras, así como ONG peruanas de derechos humanos y feministas para cautelar los derechos de los venezolanos en el país (contando para ello con grandes partidas de dinero de la cooperación internacional, los mismos que no llegan a los venezolanos pobres, que son la mayoría). Ni qué decir que los migrantes de otras nacionalidades no solo no fueron convocados, ni siquiera admitidos en estos eventos y campañas, en evidente muestra de discriminación.
Eso no quiere decir que la xenofobia haya desaparecido del Estado, solo que se dirigió contra los “otros”. En el período de PPK, y con el ministro Basombrío al frente del Interior, se produjeron expulsiones masivas de ciudadanos colombianos y haitianos, que casi no tuvieron repercusión en los medios enfocados solamente en los venezolanos. También sacaron del país a documentalistas canadienses y estadounidenses por presentar una obra crítica a las empresas mineras, y retuvieron en el aeropuerto e impidieron el ingreso de una representante de la República Árabe Saharaui (mientras al líder de la oposición venezolana Leopoldo López le consiguieron hace poco una visa exprés).
En las últimas semanas, por último, la Superintendencia Nacional de Migraciones ha anunciado el inicio de un proceso administrativo sancionatorio contra mi esposa, Inés Agresott González, valiéndose de un artilugio burocrático producto de la propia ineficiencia de su sistema informático. Hay que mencionar que ella es la coordinadora del colectivo Mujeres Migrantes Maltratadas en Perú, y que hace 6 años fue también víctima de la autoridad migratoria, que amenazó con expulsarla del país solo por un olvido administrativo de los propios funcionarios migratorios.
Aquí no se trata de contraponer a los venezolanos con el resto de los migrantes. Quienes lo hacen, en todo caso, son el Estado, a través de sus distintas dependencias, y las organizaciones civiles ahora interesadas en el tema (cuando antes ni siquiera le prestaban atención). Ni siquiera la Defensoría del Pueblo, que antes era una instancia de apoyo importante, que recogía las demandas por derechos vulnerados de los débiles frente al Estado, ha devenido bajo la actual administración en una dependencia insensible y burocrática más.
Lo que demandan las mujeres y hombres extranjeros en el país es un trato justo e igualitario, porque migrantes son todos y no por razones políticas, o de cualquier otra especie, incluido las cuantitativas, puede privilegiarse a unos en desmedro de otros. ¿Qué se cautele los derechos a la nacionalización de una madre y abuela de peruanos con casi 40 años en el país es mucho pedir? ¿Qué se proteja a las mujeres extranjeras con hijos peruanos que huyen de parejas abusadoras, y que ponen en peligro su vida y la de sus hijos, no debería ser lo mínimo que un Estado debe garantizar? ¿Qué se acabe con la engorrosa tramitología burocrática en Migraciones, posiblemente por fines de corrupción, y que amenaza permanentemente la estabilidad de los extranjeros residentes en el país, al amparo de los caprichos de funcionarios, no tendría que ser una urgente necesidad?
Si es hora de cambios, también que cambie Migraciones.
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