Miércoles de junio, 23:00 horas, noche invernal en el Terminal Pajaritos. Allí estábamos con Javier Canales y Alberto Labra, esperando a la intemperie, en la crudeza del frío, al móvil del diario que nos llevaría a nuestros hogares. Tal como solemos hacerlo en ese habitual espacio de desolación, nos dábamos ánimos imaginando futuros de colores, como aquella ensoñación que nos acompaña en el frenesí del reporteo: una hostal en alguna playa del trópico, atendida y administrada por este trío de periodistas.
En eso estábamos, fantaseando y lamentando la vida asalariada, cuando al terminal llegó acaso el último Centropuerto, aquella micro que tiene de recorrido entre el centro y el Aeropuerto Arturo Merino Benitez. Así, el bus se estacionó y de el descendieron dos pasajeros, evidentemente turistas del mundo desarrollado, a juzgar por sus caucásicas cabelleras.
Lo que parecía el epílogo habitual de una jornada de pega, se transformó en una simbólica escena de servidumbre y racismo. Esto, pues uno de los turistas me miró fijo e hizo un ademán para que le fuera recoger sus gigantes mochilas. Ante lo insólito de la petición, me quedé petrificado. «¿Querrá que le vaya a cargar sus cosas?», me pregunté, incrédulo. Ante mi pasmo, el tipo insistió con un gesto que de ademán pasó a una orden, interpelándome con su mirada y apuntando con sus manos hacia su equipaje. «¡¿Y qué se habrá creído este csm?!» , agregué hacia mis adentros, manos en los bolsillos, sosteniendo la mirada ante el cómodo viajero.
El cruce de vistazos y gestos fue breve, no más de 10 segundos, tiempo suficiente para revivir la brecha entre razas, la distancia entre el primer y el tercer mundo. Confieso que intenté pasar piola, no comentando el hecho con mis compañeros. Error. «Oye negro, ¿es idea mía o ese hueón quería que le cargarai las mochilas?», me preguntó Canales. Ante mi confirmación, mis colegas soltaron una carcajada unívoca que hasta ahora acompaña nuestro día a día.
Una vez que nos cansamos de reír -pese a mi calidad de «víctima», el hecho también me pareció genuinamente jocoso-, comenzamos a analizar el momento. Las interpretaciones se sucedieron con la lógica del orden natural de las cosas; dos gringos llegan a Sudamérica, salen del aeropuerto y, cuando hay que bajar los bolsos, ven un negro vestido de traje y corbata -fino y elegante, excúsenme-, acompañado de una maleta, mi propia maleta. La conclusión es obvia: ese negro es el que debe cargar las cosas.
Porque como decía un amigo, «un negro vestido de terno y corbata tiene dos opciones: narco o proxeneta» . Algo a lo que habría que agregar el oficio de cargador de maletas o mayordomo.
Entonces, sentí que de un plumazo se derrumbaron décadas de lucha por los derechos civiles de los negros. Siguiendo la linea, por ejemplo, Rosa Parks debió tener la gentileza de ceder su asiento al pasajero blanco en aquella micro de Alabama, en el segregado EE.UU. Del pasado Siglo. Era la tradición, como probablemente pensaron aquellos turistas recién llegados a la jungla sudaca de Lo Prado, periferia capitalina del ilustre Chile OCDE: los blancos ordenan, los negros obedecen.
Lo que es yo, para evitar confusiones decidí cortar por lo sano: adiós traje, adiós corbata.
¡Adios servidumbre!
*Dedicado a mis amigos Alberto Labra y Javier Canales.
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