Casa Columnas El día en que seguí el consejo de Mafalda y me bajé del mundo

El día en que seguí el consejo de Mafalda y me bajé del mundo

El día en que seguí el consejo de Mafalda y me bajé del mundo

Mirando las estrellas, perfectos lunares sobre el rostro del cielo, Mafalda se preguntaba: ¿por qué habiendo mundos más evolucionados yo tenía que nacer en éste? Hace poco me tropecé con un titular que me recordó la duda de Mafalda, decía: “con tres días de paz en el mundo se podría proporcionar una educación primaria básica para todos los niños de países de bajos ingresos”. Lo declaró Renato Opertti, coordinador del programa de Construcción de Capacidades Curriculares de la ONU. Es cierto, educamos al mundo con tres días sin ejercitar el fructuoso negocio de la guerra.

De nuevo recordé a Mafalda: «Hoy entré al mundo por la puerta trasera. Ese día, como Mafalda, había entrado el mundo por la puerta de atrás. Entonces pensé que el mundo, que este mundo que tenemos, el único que conocemos, es un lugar extraño: sólo el presupuesto de la fuerza aérea estadounidense es mayor que todos los presupuestos en educación de todo el Tercer Mundo, por ejemplo. Este mundo es raro, volví a pensar, raro e injusto, ¿o acaso es justo un mundo donde muere un niño cada seis segundos a manos de la desnutrición, mientras se gasta en armas un millón de dólares por minuto?

Otra frase de Mafalda me interrumpió la caminata: “paren al mundo, que me quiero bajar”, había dicho. Y eso hice: me bajé del mundo, me fui, dejé que siguiera funcionando, pero sin mí, por lo menos esa tarde de caminar y recordar datos y cosas raras. Ya afuera, seguí pensando que el mundo es un lugar extraño. Recordé, por ejemplo, una conferencia de Ignacio Ramonet, donde exponía que un tercio de la humanidad, que habita este mundo tan rarito, vive con menos de un dólar al día. Y mientras sobrevive aquel tercio de la humanidad, una vaca europea recibe 4 dólares de subvención diaria. ¡Hemos creado una civilización en que a los gobiernos les importa más una vaca que un ser humano!, con todo mis respeto a la vacas, que no son responsables. Ni Al Capone podría haber soñado con un crimen tan organizado.

Andando, se me vino a la cabeza una charla que ofreció Manfred Max Neef en la Universidad de Andalucía, España. Según la FAO, dijo Max Neef, se necesitan US$ 30.000 millones anuales para alimentar a los 1.000 millones de personas que sufren hambre a diario. Ante la crisis del 2008-2009, seis bancos centrales invirtieron US$ 17 trillones de dólares (ó sea: 17 millones de millones de dólares) para salvar bancos privados. Al dividir los US$ 17 trillones de dólares por los US$ 30.000 millones, se obtienen 600 años de un mundo sin hambre. Triste, pero cierto: el mundo prefirió (y prefiere) salvar bancos, pero no salvar vidas. Ni Maslow con ninguna de sus pirámides podría describir un mundo con una priorización de necesidades tan grosera.

¡¿Una vaca es más importante que un ser humano?! ¡¿El mundo prefiere salvar bancos y no salvar vidas?! Me preguntaba con una mezcla entre tristeza e impotencia. Pero la cosa no terminó ahí, se me aparecían más y más datos: en las 7 décadas trascurridas tras la segunda guerra mundial, se han consumido más recursos planetarios que en toda la historia de la humanidad. En las últimas tres décadas se ha perdido cerca de la tercera parte de toda la riqueza natural. Cada año se cortan 16 millones de hectáreas de bosque. Según Global Footprint Network “necesitamos un planeta y medio para abastecer las necesidades de consumo de la humanidad”. De mantenerse esta paranoia, para el 2050 necesitaríamos tres planetas como éste para generar la vida. Otra vez recordé a Mafalda: «¿no sería más progresista preguntar dónde vamos a seguir, en vez de dónde vamos a parar?».
Y como este mundo prioriza las armas antes que la educación, y los bancos antes que las vidas, entonces pensé que si la naturaleza se disfrazara de banco o proyectil, probablemente este mundo si se pondría en campaña para salvarla. Mientras tanto, continúa con la misteriosa costumbre de reglarnos las condiciones para generar la vida, a pesar de todo lo que nos empecinamos por aniquilarla.

Seguía afuera del mundo.

En mi cabeza, o donde sea que se alojen las ideas, se revolvían las vacas, las armas y Mafalda. Todo por culpa de aquel titular: ¡tres días de paz y se educa al mundo!… Intenté poner las cosas en orden, y me pregunté por el problema medular. Tras toda mi gimnasia preparatoria, entendí que el problema era simple: todo estaba en las prioridades. El problema estaba en la forma de priorizar. Para muestra, varios botones: los hombres priorizan asegurar el mañana, pero no vivir hoy. Las empresas que venden armas, y que de paso inventan guerras para mantener el negocito, se declaran neutrales; priorizan las ganancias por sobre las vidas. Para el mundial de fútbol, el Estado brasileño priorizó construir estadios a construir hospitales. El cobre chileno se vende en bruto a países que multiplican su precio vendiendo a Chile el mismo cobre transformado en cables o lámparas; el Estado chileno ha priorizado vender, pero no pensar.

Claro, todo estaba en las prioridades.

Seguí andando. El pesimismo me agarraba los pies. Sólo podían salvarme quienes también se habían bajado del mundo; me reconfortó Saramago, otro pesimista: “los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay”. Entonces pensé en mis propias prioridades: ¿Qué hacía con mi vida?, ¿qué iba arriba y qué abajo en mi escala de valoraciones?, ¿qué estaba haciendo en ese mismo instante?…

Pensando (sintiendo), se me aclaró la película: entendí cuáles eran mis propias prioridades. Entonces corrí al jardín de mi hija, la abracé fuerte. Al mirarla, volví a ingresar al mundo por las ventanas de sus ojos.

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