31 de Diciembre del 2015. Apenas faltaban minutos para que llegara el año nuevo, cuando en medio de la euforia propia del año nuevo, desde mi ventana sobresalía el sonido de un cencerro percutido en clave de salsa. En las cercanías de la Torre Entel, tímido pero constante se escuchaba: “ti-tututi-tututituti”. Haciendo un fugaz mapeo de la inmigración en el centro capitalino, concluí: son peruanos. Afiné la hipótesis y la direccioné hacia una localidad en particular: Callao.
Sólo faltaba la prueba de confirmación. Entonces, desde mi propia euforia interna, entoné el grito de todo aquel nacido en el puerto principal del Perú: “¡Chim puuuuum!”. La respuesta fue unívoca, casi automática: “¡Callaaaaoooo!”. Comenzaba así el 2016, salsero y bolivariano.
Esa noche rematé en Maestra Vida. Mientras coordinaba mis pasos rumberos, me atreví a seguir convocando a los hermanos peruanos, esa noche con una significativa presencia en la salsoteca. Lo hice por segunda vez: “¡Chimpuuuuum!”. Al lado nuestro, pasó volando en una vuelta salsera una peruana que, pese a su concentración en el baile, reservó un poco de aire para responder sin siquiera mirarme: “¡Callaaaaao!”.
Insistí una tercera vez en este juego de hermandad chileno-peruana. Otra vez: “¡Chimpuuuum!”. Aquí transpiré frío. Un hombre detuvo su baile, apartó a la mujer que lo acompañaba y dirigió una fija mirada de fuego hacia mí. En fracciones de segundos pensé que la cosa se ponía fea, acaso había herido alguna sensibilidad inmigrante, picaneado por los tragos y quizás qué otras cosas más… Pero el tipo se convirtió en mi privilegiado interlocutor: “¡Callao, hermano. Callao!”, sentenció, con un golpe de puños que selló la complicidad entre morenos del sur.
Confieso que estaba emocionado. Para citar a un peruano ilustre; “qué más da, emocionado…”
Conmueve que con una onomatopeya tan curiosa, un pueblo entero se identifique y se congregue. Emociona, además, que pese a la distancia del lugar de origen, una comunidad de inmigrantes responda a un llamado con la naturalidad de un saludo cordial. Para hacer el símil local, es como si un chileno en Lima, Nueva Delhi o Tangamandapio –por decir algo-, exclamara “Ceachí”. Y al segundo, otro compatriota replicara con elocuentes tres palabras: “¡Chí!…
¡Qué diablos quiere decir “Chimpum”? Las teorías están a la carta. Que remite al sonido de las bandas militares del Callao, al “Chim” que suena de los platillos y al “Pum” que emite el golpe en el bombo. Que recuerda a cañonazos marciales en circunstancias históricas inciertas. Que rememora la combustión de petardos en disputas futboleras o, incluso, a escaramuzas sociales con el “chim” de vidrios quebrados y “pum” como respuesta del balazo policial.
Con todo, la frase “Chim Pum” es toda una institución de Callao. Una vez me contaban de una peruana que se lamentó en su cuenta de Facebook. “¿Hasta cuando tenemos que soportar la corrupción en nuestro Chim Pum?”. Incluso la onomatopeya llegó hasta la política, con la fundación -hace más de una década- del Movimiento Independiente Chim Pum Callao. La frase, además, sirvió para titular un certamen de salsa (¿Por qué son tan salseros en Callao?), el Festival Chim Pum Callao. Un evento que, para más luces, tuvo hace un par de años su versión local en el Teatro Caupolicán, con la presencia en Santiago de tres dinosaurios del género: Tony Vega, Cano Estremera y Adalberto Santiago.
Lo cierto es que en Santiago de Chile, con su distancia al diferente y aun sus remanentes de solapada xenofobia, uno puede alzar la voz y hacer un guiño de bienvenido para al “Chalaco” (gentilicio de Callao) cuando es forastero.
Por eso, permitan finalizar a la salud del Perú, a la felicidad del Chalaco: ¡Chim Pum, Callao!
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