Ha muerto Nelson Mandela. Y con él se va también gran parte del siglo XX, una centuria caracterizada por el horror, la muerte y la inhumanidad. Pese a tantos avances científicos, de salud, de educación y derechos sociales, el mundo de la pasada centuria está tan manchado de sufrimiento a escala industrial que cualquier cosa palidece ante su legado.
Mandela fue un actor de primera línea de ese drama inverosímil, en dos actos. En el primero, encabezando a los negros sudafricanos en su lucha contra el apartheid, aquél racismo de Estado tan incomprensible, consolidando al Congreso Nacional Africano como aglutinador de los anhelos de cambios y esperanzas de su gente. Y en el segundo, una vez culminados los 27 años que soportó en prisión, y encabezando la lenta (y bastante secreta) transición a la democracia sudafricana, convirtiéndose en el primer presidente negro de su país.
La figura de Mandela a mi entender no solo debe valorarse en términos netamente políticos, lo cual ya es extraordinario. Un tipo carismático, hábil, humanamente demoledor, pragmático, apasionado y sanguíneo, pero extraordinariamente frío en los momentos decisivos se la jugó por completo por una reconstrucción total de su país en términos absolutamente radicales. La reconciliación nacional pasó a ser la meta final de Mandela, intentando plasmar en la realidad el sueño de unidad nacional. En vez de marginar a los que habían marginado, optó por integrarlos, invitarlos a participar de una esperanzadora (e inquietante) hora cero para Sudáfrica, enfatizando el conocer la historia reciente más allá del solo anhelo de justicia y reparación para las víctimas del apartheid. Comprendiendo, en fin, que el camino de Sudáfrica no terminaba con el fin de un régimen execrable y vergonzoso, sino que era la primera piedra de una democratización de la sociedad sudafricana.
Mandela y los suyos pudieron haber arrasado con los blancos. Él mismo pudo haberse eternizado en el poder. Pero prefirió pensar a largo plazo. No incluyó a los blancos solo por una cuestión de grandeza personal o lección moral, sino por pragmatismo: cualquier revolución social profunda hubiera provocado la reacción de los blancos radicales, un golpe de Estado o una guerra civil. Los blancos tienen los conocimientos, los recursos y los contactos comerciales para desarrollar el país, generar empleo y una economía seria. Mandela sabía todo eso y lo aplicó sin temor. Usando el simbolismo más notable (el Mundial de Rugby de 1995, llevado al cine magistralmente por Clint Eastwood en Invictus es el más famoso ejemplo), pero también la acción práctica, Mandela deja como legado un país con muchos problemas, pero institucionalmente sano, libre y cada vez más lejos de su oscuro pasado.
Es difícil saber si Sudáfrica tendrá éxito o no, pero de hacerlo la semilla la habrá puesto él. Lo que sí se puede asegurar es que el gran legado de Mandela fue hacer de la dignidad humana una práctica, más que una frase o más que un eslogan. Un auténtico proyecto político en un agonizante siglo XX lleno de barbarie. Por eso creo no equivocarme si digo que Nelson Mandela constituye una de las reservas morales más notables de los últimos tiempos.
Deja una respuesta
Usted debe ser conectado para publicar un comentario.