Después de largas 30 horas en bus, 6 películas y 4 cajitas con un jugo y galletas, llegue por fin a mi destino, Arica. Debía pasar seis días en el hogar Padre Hurtado, del Hogar de Cristo, un centro terapéutico donde viven más de 30 personas, entre hombres y mujeres, todos aferrados a la esperanza de rehacer sus vidas, destruidas por la droga.
Estaría tan solo una semana compartiendo con ellos y el lugar ya lo había visitado dos años atrás, sin embargo, algo de temor y resistencia pude experimentar mientras me aproximaba al hogar. Ineludibles preguntas como ¿Por qué vienes? ¿Qué buscas? me angustiaban, al darme cuenta que no tenía ninguna respuesta clara. Pensaba que permanecer allí con ellos, como un usuario más, compartiendo dormitorio, baños, comidas y actividades, podría verse invasivo, incluso turístico y no quería faltarles el respeto.
Al llegar, una formadora revisó mi mochila, pidió mis remedios, dinero y documentos, me designó un dormitorio y di comienzo a mi ‘rehabilitación’. En un comienzo miradas anónimas y curiosas se cruzaba en el jardín, hasta que una campana convocó a la multitud, hombres y mujeres, migrantes, jóvenes, adultos mayores, transgénero, madres junto a sus hijos, unos obligados por la justicia otros escapando de ella, todos allí con el mismo fin .
Fui presentado y se me asignó un hermano mayor, quien me debía ayudar a integrarme a las dinámicas del hogar. Don Juan, un hombre corpulento, tatuado y de pelo largo, de unos 50 años, con su amabilidad rompió todos los prejuicios iniciales y su sincera sonrisa herida, me dio la tranquilidad que necesitaba para comenzar. Carolinda, una joven de unos 26 años, me enseñó a jugar brisca y así, poco a poco, se acercaron algunos a conocerme. Así transcurrió el día, aventurando unas palabras a la pregunta inevitable, explicando una y otra vez que es un jesuita.
La primera noche fue larga, éramos 4 personas en la misma habitación, yo ‘niño rico’ acostumbrado a dormir solo, me encontraba entre ronquidos, quejidos y sonidos corporales varios, el colchón incomodo y la ausencia de almohada, fueron la escusa perfecta para justificar la mala noche.
Sin darme cuenta como sucedió, me sentí tremendamente integrado, ellos se encargaban de motivarme al incluirme en las oraciones de las comidas y se acercaban con buena voluntad a hablar conmigo, de allí en adelante comencé a tener intensas y profundas conversaciones. Inocentemente para ellos y sorprendentemente para mí, me tomaron como un confidente y sentí de debía constituirme como tal, si era lo que necesitaban, mientras más los escuchaba más indigno me sentía de acceder a sus historias, cargadas de violencia, abusos, delitos, dolor, soledad y lágrimas, todos atravesados profundamente por la misma lacra, la droga.
Para muchos, comenzaba su segundo, cuarto e incluso sexto proceso de rehabilitación, con la esperanza de salir adelante. Los formadores me explicaron lo categórico de la estadística de rehabilitación, donde 1 de cada 40 personas que inician su proceso lo concluyen y de quienes lo concluyen, 1 de cada 40 no vuelve a consumir. Ante lo contundente del argumento, con tristeza reconozco que las posibilidades de rehabilitación son pocas, que la herida es profunda, que la droga ha hecho un daño prácticamente irreversible.
Los días pasaron en el centro y las vidas de sus esperanzados miembros cargaban, sin esperarlo, mi espíritu.
Al terminar mi estadía, se despidieron de mí, me regalaron hermosas palabras, hasta un poema, cantaron el himno del lugar como si me estuviera graduando, terminado el proceso, fue muy emotivo, tanto así que junto a ellos lloré, como no lo hacía hace mucho tiempo, quizás fue fruto del cansancio de la semana, quizás por la despedida, quizás porque me sentí indigno de tanto afecto, quizás porque entendí, que las estadísticas no significaban nada, que yo confiaba profundamente en cada uno de ellos, que a pesar del poco tiempo los amaba, que de allí en adelante sus vidas formarían parte de la mía y que todos, ciertamente incluyéndome, estábamos marcados profundamente por lo mismo, vivíamos aferrados a la esperanza que nos regala la certeza del amor de Dios, quién permanece arraigado silenciosamente en nosotros en lo más profundo de nuestras heridas y con muchísima más fuerza que la droga.
Jesús, en el evangelio de Mateo, nos dice, que el Reino de Dios es como un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre encuentra, y lo esconde de nuevo y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. Personalmente creo, que en medio de todas esas personas yo encontré un tesoro, el mismo que ellos y por el que vale la pena intentarlo una y otra vez con la misma esperanza y con misma certeza.
Deja una respuesta
Usted debe ser conectado para publicar un comentario.