Reventar las cadenas que nos atan, fortalecer los lazos que nos unen

Cada año, el 8 de marzo nos convoca a conmemorar las luchas históricas del movimiento feminista. No obstante, este 8M no es sólo una instancia de conmemoración, sino que debe ser un llamado a la acción. Nos enfrentamos a un contexto global donde los derechos de las mujeres son amenazados por políticas restrictivas, crisis económicas y el avance de gobiernos ultraconservadores que buscan desmantelar décadas de conquistas feministas. En América Latina, la situación es aún más alarmante: la precarización de la vida de las mujeres se profundiza a medida que se intensifican las multicrisis.

En este escenario, el feminismo interseccional se vuelve una herramienta imprescindible para comprender cómo estas crisis afectan de manera diferenciada a las mujeres según su raza, clase y condición migratoria. La migración, lejos de ser un fenómeno aislado, es una respuesta estructural a un sistema que expulsa y explota a millones de personas. Y dentro de ese sistema, las mujeres migrantes, especialmente las racializadas, ocupan uno de los eslabones más vulnerables de la cadena de explotación capitalista.

Las crisis que atraviesan el mundo no son eventos aislados ni coyunturales, sino síntomas de un sistema en decadencia. La crisis climática, la crisis económica y la crisis política se entrelazan, generando un escenario de precarización generalizada. En este contexto, la migración no es una elección libre e individualizada, sino que es una respuesta forzosa a la falta de condiciones de vida dignas en los países de origen. Millones de personas se ven obligadas a desplazarse, empujadas por la desigualdad, la violencia y el despojo de recursos.

El capitalismo ha hecho de la migración una de sus herramientas más efectivas para mantener un suministro constante de mano de obra barata. La producción de migrantes es un proceso deliberado, donde la pobreza y la violencia sistémica no son excepciones a la regla, sino que condiciones necesarias para la perpetración de dicho sistema. Los estados del Norte Global, al mismo tiempo que imponen políticas de saqueo sobre los territorios del Sur, generan mecanismos de control fronterizo que impiden la regularización de quienes migran. Esto permite la existencia de una clase trabajadora sin derechos, expuesta a la sobreexplotación y con pocas posibilidades de organizarse colectivamente.

En este entramado, las mujeres migrantes racializadas enfrentan una explotación aún más profunda. Se les niega el acceso a derechos básicos, y son empujadas a los sectores laborales más precarios, como el trabajo doméstico, agrícola y de cuidados. La intersección de género, raza y clase marca su vida cotidiana, donde la violencia estructural se expresa en sueldos miserables, jornadas extenuantes y una permanente amenaza de expulsión o criminalización. Mientras sus existencias sean vistas como fuerza de trabajo prescindible, cualquier lucha por mejores condiciones laborales quedará incompleta si no se articula con una crítica radical a las estructuras que sostienen esta precarización.

Las mujeres migrantes, además de sustentar sus propias vidas, sostienen a sus familias mediantes remesas, y a economías enteras con su trabajo mal remunerado. En América Latina y otras regiones, son la columna vertebral de sectores esenciales para la reproducción social, que son sistemáticamente invisibilizados y devaluados. No es casualidad que sean precisamente estos sectores los que concentran las peores condiciones laborales: largas jornadas, salarios indignos, falta de seguridad social y un alto nivel de informalidad.

El racismo estructural juega un papel clave en esta dinámica. No todas las mujeres enfrentan la precarización laboral de la misma manera. A las mujeres migrantes racializadas se les asignan los trabajos más duros y con menor protección, reforzando una jerarquía laboral que las coloca en la base de la pirámide productiva. Este orden no es espontáneo, sino el resultado de un colonialismo que se perpetúa mediante políticas migratorias y económicas diseñadas para mantener una mano de obra explotable.

En el caso del trabajo doméstico, la situación es especialmente crítica. Muchas mujeres migrantes se ven obligadas a aceptar empleos en casas particulares donde quedan expuestas a abusos de todo tipo, desde el impago de salarios hasta el acoso y la violencia. El miedo a la deportación, la falta de redes de apoyo y la imposibilidad de exigir derechos laborales las deja atrapadas en un sistema donde su trabajo es indispensable, pero su dignidad es ignorada.

El mito del mérito y la movilidad social queda en evidencia cuando se observa que, pese a sus enormes contribuciones económicas y sociales, las mujeres migrantes siguen siendo tratadas como trabajadoras descartables. Mientras su trabajo siga siendo considerado secundario o «no productivo», sus demandas seguirán postergadas. La lucha feminista debe reconocer que sin justicia laboral para ellas, no hay justicia para nadie.

Por otra parte, el avance de la ultraderecha en América Latina es una amenaza concreta para las mujeres, especialmente para aquellas en situación de migración. El fascismo necesita enemigos para justificar su propia existencia. Actualmente, los gobiernos ultraconservadores promueven la idea de que la migración es una amenaza para el empleo y la seguridad, alimentando un clima de xenofobia que justifica el endurecimiento de las políticas migratorias y la restricción de derechos. Estas narrativas legitiman su explotación al dejarlas en una situación de vulnerabilidad extrema. Las políticas anti-migrantes dificultan el acceso a refugios, salud reproductiva y mecanismos de denuncia, dejando a muchas en manos de redes de trata, explotación laboral o violencia doméstica sin posibilidad de recurrir a la justicia.

Si algo deja en evidencia el actual escenario político y económico, es que el feminismo que necesitamos no es uno que busque integrarse en las estructuras de poder existentes, sino uno que confronte de raíz las dinámicas de explotación y opresión que precarizan la vida de millones de mujeres. En este 8M, es fundamental reivindicar un feminismo interseccional y de clase, capaz de articularse con las luchas migrantes y antirracistas para enfrentar al capitalismo y al fascismo en todas sus formas.

Las mujeres migrantes no son solo víctimas del sistema, sino que son protagonistas de luchas fundamentales para la transformación social. Sin ellas, la economía colapsaría. Sin ellas, los sectores del cuidado y el trabajo doméstico no funcionarían. Pero su papel como trabajadoras esenciales no se traduce en derechos ni en condiciones dignas de vida. Por eso, un feminismo de clase no puede dejarse arrastrar por discursos que las invisibilizan o las convierten en chivos expiatorios de la crisis.

Es urgente construir estrategias concretas que combatan esta explotación y precarización, que incluyen; la lucha por la regularización migratoria y derechos laborales plenos para todas las personas migrantes independiente de su estatus legal y el fortalecimiento de la organización de mujeres migrantes, generando espacios de autonomía donde puedan articular sus propias demandas y estrategias de resistencia.

También se deben combatir las narrativas racistas y xenófobas promovidas por la ultraderecha, señalando que la verdadera causa de la precarización no es la migración, sino la explotación capitalista. Finalmente, se debe visibilizar cómo el fascismo y la ultraderecha utilizan chivos expiatorios para desviar la atención de las verdaderas causas de la desigualdad, y cómo personas migrantes y trabajadoras nacionales comparten una misma raíz de subyugación por parte de la burguesía. El feminismo del futuro será interseccional y de clase, o no será, y no debe reducirse a resistencias reactivas, sino que debe trabajar constantemente para imaginar otros futuros posibles.

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