Cuando recorrimos el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, una obra acerca de un pasado oscuro

En el interior de los muros de una construcción arquitectónicamente hermosa, el diseño y el arte se combinan con sentimientos como el del miedo, la tristeza y la esperanza.

Foto: Museo de la Memoria.

Era un domingo caluroso que se negaba al otoño. Y cuando nos enfrentamos a la plazoleta con la enorme construcción — una barra rectangular de cristal apoyada sobre dos bases de concreto — supimos que habíamos llegado. Estábamos en la calle Catedral con calle Matucana en pleno barrio Yungay, un lugar de tradición santiaguina, donde se puede ver que sus edificaciones y murales coloridos van a un ritmo completamente diferente al modernismo del resto de la ciudad. Pero la maravillosa arquitectura modernista del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, diferente de lo que es ese barrio, no desencaja con su entorno; al contrario, se convierte en un complemento que va mucho más allá de lo material. Si el barrio tiene historias que contar, el museo, dentro de sus muros y ventanales, también tiene historia: una que nunca se debe olvidar. 

Bajamos por la rampla y vimos que el sol se posaba de lleno sobre las escaleras de un avión. “ASILO. EXILIO”, se pudo leer a un costado de ellas. Fue imposible no imaginarnos a la gente subiendo por esas escaleras para salvar su vida durante la dictadura. Escapaban y dejaban todo atrás.

Entramos y notamos que, inmediatamente cruzamos la puerta de recepción, la temperatura cambió. Corría un fresco. Menos que eso, hacía frío. De hecho, las tres recepcionistas que nos dieron las buenas tardes usaban chaquetas institucionales. Éramos los únicos visitantes en recepción. No supimos si había más gente adentro. Supusimos que sí. Nos pidieron los Pases de Movilidad y nosotros les preguntamos si debíamos pagar algo por la entrada. “Es gratis”, nos respondieron. Y nos aconsejaron que siguiéramos las flechas para hacer el recorrido. Lo hicimos, y no tardamos en enfrentarnos a un gran mural. Un mapamundi con fotografías, muestras de todas las comisiones de Derechos Humanos que han surgido en el mundo. Eso nos hizo reflexionar. Buscamos la comisión de Colombia, y reflexionamos más.  

Había silencio. Solo se escuchaba el eco de las voces de las funcionarias. Subimos las escaleras y vimos al costado derecho una gigantografía de una protesta. En ella reconocimos a Víctor Jara, el cantautor, quien portaba una bandera chilena. Ya habíamos conocido de su historia y se hizo imposible, estando en el museo, no pensar en cómo murió, en las torturas que recibió. Yo pensé en sus dedos. No dejé de pensar en cómo le quebraron sus manos y sus dedos. Pensé en los disparos que recibió su cuerpo. Me aterré. Sentí miedo. Y no dejaba de pensar en sus dedos. Al lado izquierdo, sin terminar de subir las escaleras, vimos una obra referente a toda la literatura quemada durante la dictadura. Eran libros puestos sobre lo que parecía carbón. Sentí que era una buena obra, y por primera vez me ganó la admiración del arte por sobre la atrocidad.

Avanzamos a las salas donde se proyectaba el día del golpe de Estado. Donde comenzó el horror.  Había tres personas adentro, quienes parecían ser extranjeros. Pantalones cortos, cámaras fotográficas y sombreros como de safari nos lo hicieron pensar. Nos sentamos como para ver una película. Estaba oscuro y el sonido de las imágenes eran fuertes. Mencionamos algo entre nosotros referente a las imágenes que se proyectaban, pero lo hicimos casi susurrando, como en un cine. Después de un rato de ver unas imágenes que nos produjeron tristeza, nos paramos y seguimos el recorrido.

Dos pasillos más adelante nos encontramos con un pequeño grupo guiado por un hombre mayor, sobre los sesenta años. Explicaba acerca de los detenidos – desaparecidos, de los horrores de las torturas, de la situación política y de cómo se manejaba la prensa por aquella época. Mostraba afiches, recortes de periódicos, documentos y fotografías de quienes sufrieron los horrores. Cuando contó el caso de Carmen Gloria Quintana y el fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri, una mujer mayor, quien hacía parte del grupo de visitantes, torció el rostro en silencio. Nadie pronunció nada, excepto una mujer joven quien preguntó si estaban condenados los autores. El guía les respondió que, hasta recién la semana pasada habían aumentado la pena a veinte años de prisión a uno de ellos. “¿Solo veinte años?”, preguntó la mujer. “Sí”, respondió el hombre desalentado mientras recogía sus hombros. Fue la misma expresión que dio el hombre de calva incipiente cuando, ya casi al final del recorrido, le preguntaron por el destino de Augusto Pinochet. La mayoría, incluyéndonos, negamos la cabeza cuando contó que había muerto sin pagar ni un solo de día en cárcel en Chile.

Durante todo el recorrido permanecimos callados y atentos mientras el hombre hablaba. Dentro de los muros de concreto y la luz natural que se filtraba a través de los cristales de la arquitectura, se respiraba respeto por las víctimas, por los asilados y las familias fragmentadas. Por los muertos. Por los que quedaron vivos, pero con el miedo en las venas. Un miedo que ha traspasado generaciones. No me puedo imaginar a alguien quien sienta otra cosa dentro del museo. Quizá uno se puede impresionar por la bella obra del edificio, por su diseño, por toda la investigación periodística que ahí se encuentra. Pero me cuesta creer que dentro del Museo de la Memoria y los Derechos humanos no se sienta respeto, tristeza, esperanza de no repetición, algo de rabia y frío… frío por las pinceladas del miedo que provocan las historias.

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