El mundo que conocíamos hace 2 años ya no está. La pandemia global cambió la manera en la cual los cuerpos se disponen en los espacios sociales y la norma es el distanciamiento. Las formas de relacionarnos con el entorno han mutado y la digitalización de las comunicaciones, que venía abriéndose paso hace algunos años, se aceleró de manera exponencial, haciendo de los espacios virtuales la modalidad imperante, tanto en la esfera laboral y educacional, como en las relaciones personales.
El llamado unísono de los matinales, noticieros y normativas gubernamentales nos indicaba que debíamos <<d i s t a n c i a r n o s>> si queríamos sobrevivir para ver la siguiente etapa y aquello que parte como una normativa del gobierno para intentar mitigar el avance de los contagios se ha inscrito en nuestras subjetividades, donde el activismo social no fue inmune a esta influencia. La intención de lo dicho anteriormente no es esbozar una crítica sin sentido al manejo de la pandemia -aunque abunda el material para discutir respecto a los regímenes necropolíticos instaurados por los gobiernos bajo la égide de la pandemia-, sino que, busca establecer un momento de reflexión respecto a cómo la distancia física de los cuerpos también construye un alejamiento socioemocional que trae consigo nuevos desafíos a la hora de edificar movimientos sociales.
Una de las piedras angulares del sistema neoliberal es la exaltación del individuo, por lo que, se relevan los logros individuales y se alimenta el deseo de un éxito solitario basado en la competencia. Este éxito usualmente contempla el enriquecimiento monetario y/o la adquisición de poder por sobre otros, una aspiración que se basa en la creencia del falso mito de la meritocracia. Este individualismo constitutivo penetra nuestras conciencias y permea nuestros vínculos interpersonales, y la militancia política no es la excepción.
De esta forma se esboza un panorama poco alentador para los movimientos colectivos; nos encontramos en un sistema que aboga ideológicamente por luchar individualmente por la sobrevivencia, y complementariamente, el confinamiento vinculado al COVID-19 nos impide del encuentro físico con el otro.
La vivencia de las angustias y malestares bajo la lógica del neoliberalismo crea lo que Roberto Aceituno[1] describe como desasosiego; una individualización del padecer que trae consigo una experiencia de desconfianza, miedo, angustia y el debilitamiento del sentido colectivo e individual de la vida. Esa erosión del tejido social disuelve el contrato social, agudizando aún más el individualismo, generando así un ciclo difícil de romper. ¿Cómo activar colectivamente, si todo nos empuja a la individuación?
En este sentido, el racismo y su deshumanización de las personas no-blancas crean una sociedad en la cual las personas negras y marronas habitan una especie de no-ser, una existencia liminal que exige la permanente justificación de dicha existencia en función de la productividad laboral y el acato a las reglas. Dicha relación social es insostenible, puesto que, se le exigen todos los ritos laborales y culturales a las personas negras e indígenas, pero sin nunca proveer los beneficios de pertenecer a una cultura.
No obstante, este sentimiento material-subjetivo de no pertenencia es un potente motor para crear otras formas de vida. Por ejemplo, el proceso de akilombamiento de las personas negras que escapaban de la existencia esclavizada en la colonia creó espacios en los cuáles las formas de vivir, comer, producir, enseñar, aprender, trabajar, amar, entre otros, podía erguirse desde una cosmovisión no-occidental.
Ese espíritu kilombero es un necesario antídoto para las imposiciones modernas de la colonización, dado que, lo moderno-colonial descansa sobre la naturalización de las formas de vida eurocéntricas, racistas y patriarcales. Es decir, esa cosmovisión tiene como requerimiento el epistemicidio y la negación de los saberes que se oponen o divergen de ella. Así, la posibilidad de soñar nuevas formas de existencia que no tributen al sistema actual es un requerimiento para poder construir un activismo que no sólo busque mayor comodidad dentro de este, sino que, una desterritorialización que abra las puertas a otras formas de existir.
Por supuesto que este no-pertenecer no afecta solamente a personas desde la arista de la raza, sino que, diversas existencias subalternizadas han denunciado el sin-sentido de existir en una sociedad que demanda todo sin proveer ningún cuidado, pero el racismo pone en evidencia los procesos de objetificación de los seres humanos; una existencia limitada a la instrumentalización de sus cuerpos y el desecho de su subjetividad.
Por otra parte, aquello que acontece en las vidas particulares de les militantes afecta su forma y posibilidad de activismo. El COVID-19 trajo varias consecuencias, tal como, el desempleo, la inaccesibilidad de los servicios médicos y las viviendas, la precarización alimentaria, los procesos de lutos por seres queridos perdidos, la angustia asociada al proceso geopolítico de la pandemia, entre otros; todas condiciones que se convierten en caldo de cultivo para taclear los desafíos de la realidad desde el individualismo y la hostilidad social.
Los afectos no quedan fuera de esta ecuación, y las heridas que cargamos de nacer y crecer en este sistema nos acompañan, inmiscuyéndose en nuestra forma de crear movimientos colectivos. Las demandas por justicia no cesan y el agotamiento se hace presente en la gran mayoría de las organizaciones sociales. Este agotamiento, mezclado con la frustración de enfrentarnos a una estructura inmensa e incesante, decanta en una ira que suele girarse hacia nosotres mismes y nuestras personas cercanas, creando entornos de hostilidad en los cuáles se pierde el horizonte respecto a cómo y por qué activar.
Frente a las nuevas circunstancias e innovaciones del sistema para precarizarnos y controlarnos aún más, urge que pensemos en formas estratégicas de incidir y militar, para así poder crear nuevas formas de existir en el mundo. Esto no implica solamente dialogar de forma interpersonal, sino que, también requiere detenerse y mirar hacia adentro, para así distinguir cómo la estructura también permea la intimidad.
Tal como advertía Frantz Fanon, el racismo colonial -también puede expandirse al patriarcado- debe siempre abordarse contemplando su esfera objetiva-material, pero también, los aspectos subjetivos y psíquicos de este sistema en nosotres. Sólo así podemos aspirar a salir de la eterna repetición de las antiguas dinámicas inscritas en nuestra subjetividad.
Es por esto que, en esta reflexión deseamos tensionar el ejercicio mecánico de los movimientos sociales; la repetición eterna de sentimentalismos nostálgicos sin acompañamiento de una reflexión contingente respecto a nuevas formas de activar y resistir.
El 8M es una fecha de conmemoración, o sea, es una instancia para revisitar uno de los hitos de la historia de resistencia de las mujeres en el mundo. No obstante, no se debe confundir la conmemoración con el combate. Las marchas nacen como una herramienta de disrupción del espacio público con el fin de visibilizar una herida social; su función es producir incomodidad, puntuar la monotonía de una ciudad que no cuestiona sus flujos y dinámicas.
En el territorio chileno, la marcha del 8M se ha vuelto una instancia masiva de encuentro y memoria de la resistencia, pero dicho evento debería complementarse con un espíritu innovador, creativo y revolucionario que rebalse la fecha e impregne las acciones macro y micropolíticas del día a día. Es crucial que, antes de salir a gritar una consigna, se pondere su significado y se plantee cómo convertir los discursos en realidades.
Reconstruyamos nuestro alrededor con rebeldía y pensamiento crítico y decantemos nuestras frustraciones en acciones; que la rabia sea el motor y no sólo el objetivo, para poder así llevar a cabo un proceso de construcción colectiva de un mejor porvenir.
[1] Morales, R. A., Hiriart, G. M., & Molina, Á. J. (2012, August). Experiencias del desasosiego: salud mental y malestar en Chile. Anales de la Universidad de Chile, 3, 89-102.
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