Escuchamos a menudo que la migración no es un fenómeno nuevo, que siempre ha existido y es parte de la historia de los pueblos; que las mujeres forman parte de la sociedad, y que su participación es fundamental para la productividad y desarrollo de los países. Esto lo escuchamos, especialmente, en el marco del discurso de lo políticamente correcto.
Lo cierto es que tales declaraciones resultan una paradoja social y política respecto a la realidad. América Latina y el Caribe (ALyC) son territorios con profundas desigualdades de género, y experimentan actualmente cambios significativos en sus flujos migratorios. Nos encontramos frente a un punto de inflexión en los procesos de movilidad humana, si los comparamos con las trayectorias migratorias históricas de la región, con nuevas características y desafíos, aumentando el número de personas desplazadas que buscan refugio y protección en los propios Estados latinoamericanos. Esta situación sin duda se ha agudizado con la pandemia del Covid-19 (OIT, 2020), y en ella tiene un protagonismo especial las mujeres migrantes (OIM, 2020).
De hecho, antes de la pandemia ya se advertían brechas que dificultaban el logro de las autonomías económica, física y de toma de decisiones de las mujeres. Todavía para el 2019, se observaba cómo los avances en la superación de la pobreza (propios de la década de los 90´s) no operaron igual para todos los segmentos de la población, como lo mostraba el índice de feminización de la pobreza: hay en promedio 127 mujeres pobres por cada 100 hombres en similar condición.
Asimismo, el 28,6% de las mujeres de la región no contaba con ingresos propios, lo que se traduce en que más de un tercio de la mujeres latinoamericanas y caribeñas dependen de otros perceptores de ingresos, que en general son hombres, situándolas en un posición de vulnerabilidad y dependencia (CEPAL, 2019). Por otra parte, en el grupo de las mujeres que se encontraban ocupadas, existe una sobre-representación en el trabajo informal, el empleo por cuenta propia, y el sector de los servicios (OIT, 2020), ubicándolas nuevamente en los sectores más precarizados y donde se reproducen roles vinculados a estereotipos sexistas.
En cuanto a la participación política de las mujeres, el incremento de esta ha sido leve, los hombres están sobre-representados en todas las instancias de tomas de decisiones, y se mantienen prácticas patriarcales que configuran una violencia política sistemática. En promedio, las mujeres en los gabinetes ministeriales constituyen solo un 28,5%, concentrándose en los ámbitos sociales, con poca participación en las áreas políticas y económicas. Cerca del 30% participa en los espacios legislativos y como concejalas, y apenas el 15,5% ocupa los cargos de alcaldesas.
Por otra parte, la violencia de género no se detiene. También para el 2019 el total de feminicidios en la región se estimaban en 4.640, mientras que las llamadas recibidas a través de las líneas telefónicas de emergencia para mujeres en Chile y México, por ejemplo, se incrementaron en más de un 50% el 2020. Es necesario reconocer que el escenario de la violencia aumentó con el confinamiento, el cierre de las escuelas y la enfermedad de algunos miembros de la familia, que significaron una carga adicional para las mujeres, que ya tenían sobre sus hombros todas las labores que implica la economía de cuidado, y que han triplicado sus cargas de trabajo, profundizando las brechas en el uso del tiempo.
Para el caso de las mujeres migrantes, la situación es crítica. Según datos de la OIM, actualmente representan el 50,8% de la población migrante de América del Sur, y centralizan su participación laboral como trabajadoras del hogar, cubriendo la mano de obra local en lo que respecta a la actual “crisis de los cuidados”, con bajos salarios y casi nula seguridad social.
En consecuencia, las mujeres migrantes, además de integrar el entramado de exclusiones que viven las mujeres en general, se ven enfrentadas a su propia condición de extranjeras, lo que condiciona muchas veces un acceso parcial a los derechos en los países de acogida, debido a la existencia de políticas migratorias securitistas, que no reconocen a la migración como derecho humano, e impactan de forma adversa en la población migrante, generando proceso de asimilación descendente.
En este análisis, igualmente es fundamental considerar que la pandemia del Covid-19 si bien representa la mayor crisis económica luego de la Segunda Guerra Mundial, donde se estima una caída del PIB en ALyC, que en promedio será cerca de un -6% (CEPAL, 2020), a la vez de un aumento de la desigualdad (PNUD, 2020), y la pérdida de ciento de miles de horas de trabajo formal (OIT, 2020), pues no produce nuevas desigualdades, lo que ha hecho, es profundizar las ya existentes, develando la debilidad e insuficiencia de los Estados, a la hora de actuar con políticas públicas que incorporen transversalmente el enfoque de género, y una visión intercultural de inclusión de la población migrante.
Otro aspecto que ha quedado al desnudo con la pandemia es la persistencia de prácticas culturales de dominación patriarcal, que siguen situando a la mujer como la principal responsable de las labores del cuidado, sometidas a situaciones de violencia machista fundadas en una concepción binaria y androcéntrica de la división del trabajo. Como lo ha planteado el movimiento feminista, especialmente en el marco de la cuarta ola en desarrollo en ALyC, con particular fuerza movilizadora en Chile: las relaciones sociales y culturales deben modificarse a favor del logro de la igualdad sustantiva para las mujeres.
En ese sentido, el papel de Estado es central en promover la inclusión de las mujeres migrantes, considerando que la llegada de inmigrantes en general, produce una desigualdad de hecho y profundiza los sistemas de estratificación social y de derechos ya existentes en los países (Baubock, 2016). Para esto, el feminismo y el enfoque de derechos deben guiar la actuación institucional teniendo como umbral avanzar hacia una sociedad libre de violencia, y con sentido de justicia e igualdad.
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