El magistrado prepara la enésima clase virtual para la universidad de la semana, durante la primaveral mañana de noviembre, aún no se acostumbra. Ha sido una persona de aula desde joven, en la Universidad Central de su natal Caracas. Lo impersonal del formato lo distrae, ver sólo rectángulos con nombre y uno que otro rostro mirando al infinito lo molestan. Qué más da, la docencia es su única oportunidad laboral en Chile, al menos por el momento, piensa.
Está intranquilo. El asilo otorgado por el gobierno de Chile por 730 días, en octubre de 2017, expiró en marzo del 2020, justo cuando comenzaba la pandemia y empezaba a dictar sus clases de manera online.
Nunca pensó en Chile como destino. La verdad es que nunca pensó salir de Venezuela, pero las circunstancias y el compromiso con lo que para él significa “la patria” no le dejaron otra alternativa.
La decisión
Se toma unos minutos para descansar antes de conectarse cuando su mente regresa a Venezuela, a esa tarde de junio de 2017. Está en la oficina de su casa en Caracas, hay una pila de diplomas y documentos sobre su mesón y él le pide a su cuñada ayuda para actualizar su Curriculum Vitae.
Esa tarde cambió su vida. Sabía que lo que hacía generaría un cambio, que sería peligroso, no sólo para él, pero sentía un compromiso con la patria y la justicia.
Desde que la Fiscal General de la República de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, presentó una demanda de nulidad en el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) contra la designación de 33 magistrados que fueron, según dijo, elegidos mediante procesos irregulares el 23 de diciembre de 2015, y que la Asamblea Nacional juramentara al comité de postulaciones judiciales, amigos y colegas se pusieron en contacto con El Magistrado para que se postulara al nuevo tribunal.
Sabía que contaba con las competencias. Llevaba años de docencia, había trabajado en Derechos Humanos, tenía vínculos políticos y era un profesional reconocido en la plaza. Pero por sobre todas las cosas era un convencido de la necesidad de una justicia independiente..
No actualizó personalmente su hoja de vida porque no alcanzaba, tenía una audiencia irrevocable. Por eso le pidió ayuda a su cuñada, una de las personas en las que más confiaba, para que recopilara todos los antecedentes necesarios para aplicar a esta nueva vacante.
Cuando regresó, se lo dijo con toda franqueza. “Este curriculum que me ayudaste a actualizar los presentaré ante la asamblea nacional, postularé al Tribunal Supremo de Justicia”. No esperó la reacción de su cuñada ni tampoco del resto de la familia cuando se los contó. Todos sabían las consecuencias de la decisión, pero todos lo apoyaron.
Cuando le informaron de su designación sintió orgullo. Fue un instante, una fracción de segundo, en la que el temor se esfumó y disfrutó en soledad del fruto de años de esfuerzos y sacrificios. Pensó en el trabajo que vendría, en lo que dejaría por asumir este nuevo cargo, en su familia, sus amigos, los que quería y el miedo que lo acompañaba se transformó en terror.
Sonó la alarma de su teléfono. El descanso se acabó. Estaba otra vez en su departamento en Santiago. La clase comenzaría pronto. Los estudiantes de primer año lo esperaban para un nuevo módulo de Introducción al Derecho.
El juramento y la huida
La clase se volvía tediosa. Hacía unas semanas que había fijado para ese día una seguidilla de exposiciones a cargo de los alumnos. Mientras los jóvenes hablaban sobre normas morales regresó a los días en que fue nombrado para ser magistrado del Tribunal Supremo de Justicia de Vennezuela.
Apenas supo la noticia comenzaron las amenazas. “Cuida a tú familia”, “No vayas a jurar o lo lamentaras”, fueron los mensajes más suaves que recibió. Ya no lo intimidaban. Había enfrentado al régimen de Nicolás Maduro en tribunales, de frente, no tenía por qué temer. Debía cumplir con el deber, el deber de justicia estaba antes que todo.
Esa mañana del 21 de julio de 2017 no quiso que lo acompañara su familia. Llegó sólo al acto celebrado en la plaza Alfredo Sadel, ubicada en la avenida Las Mercedes, municipio de Baruta, donde juró junto a los otros 12 magistrados principales y 20 suplentes que integraron el nuevo Tribunal Supremo de Justicia.
El diputado Carlos Berrizbeitia, presidente del Comité de Postulaciones Judiciales del Parlamento, presentó la lista de los nuevos altos jueces del poder judicial venezolano, tras un breve discurso.
Nadie sabía qué pasaría ese día, pero la tensión se sentía en todas partes. La prensa quería conocer la opinión de todos. Él solo se limitó a declarar que “no somos magistrados del gobierno ni de la oposición. Somos magistrados del TSJ”.
Al día siguiente la situación cambió. Ángel Zerpa, uno de los integrantes de la Sala Político-Administrativa, había sido detenido antes de la amenaza pública contra los magistrados, por agentes del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN).
Su teléfono no paraba de sonar. Estaba en casa sin saber qué hacer o a quién recurrir. Un par de representados que estaban detenidos en el SEBIN le contaron que a Ángel lo torturaron, que estaba esposado en un lavamanos sucio, en un cuarto pequeñito. Le pedían por favor no salir.
La amenaza directa llegó el domingo 23 de julio de 2017. Durante el programa semanal en la televisión pública de Nicolás Maduro. “Esta gente que nombraron, usurpadores que andan por ahí. Todos van a ir presos, uno por uno, uno detrás de otros. Todos van a ir presos y a todos les van a congelar los bienes, las cuentas y todo, y nadie los va a defender”, afirmó el jefe de estado venezolano.
Decidió pasar a la clandestinidad. Así se mantuvo durante casi dos semanas, hasta que recibió un llamado telefónico anónimo. “Escuche y no interrumpa. Usted ya está localizado y el lunes van por usted”. El magistrado chequeó la información con un par de contactos. Parecía ser cierto.
Las personas que ratificaron la información decidieron llevarlo a la embajada de Chile en Caracas. Una integrante del Tribunal Supremo de Justicia ya se había asilado en la legación diplomática y el canciller chileno, Heraldo Muñoz, había ofrecido la protección y la posibilidad de solicitar asilo. En una declaración pública, en la que subrayó que «si ella solicita asilo político, se le otorgará», el jefe de la diplomacia chilena había señalado que la magistrada se encontraba en calidad de “huésped”, enfatizando en que «Chile le seguirá brindando protección».
Se abría una posibilidad en el país austral. Pero su entorno tenía dudas. Cómo se iba a asilar en un país socialista, con una presidenta que mantiene vínculos con Maduro. La respuesta del magistrado fue enérgica “ese gobierno respeta los derechos humanos. Serán socialistas, pero son demócratas y son humanistas. Les importa lo que les pasa a las personas”.
Lo llevaron disfrazado. Recorrió las calles de Caracas de incógnito para no ser interceptado por los agentes del SEBIN. Cada mirada extraña, cada persona que se veía distinta, encendía las alarmas. Pero lograron llegar a la residencia del embajador Pedro Felipe Ramírez.
No estaba solo. A la primera magistrada se sumaron dos más y al día siguiente llegaría un quinto “huésped”. La casa era muy linda, amplia y segura. Sin embargo, se sentían prisioneros en esa mansión.
Por respeto a la hospitalidad chilena y al gobierno que los cobijaba no dieron entrevistas ni hicieron declaraciones públicas sin el consentimiento de las autoridades australes. Recorrieron pasillos y jardines tratando de matar el aburrimiento. Así pasaron días, semanas y meses.
La noticia de que dos magistrados, hospedados en la embajada de Panamá, habían decidido huir al no fructificar los trámites de salvoconductos para viajar y asilarse en el país centroamericano, alteró los ánimos en la residencia chilena. Una de sus colegas sufrió un alza de presión. No sabían qué hacer y ya se sentían prisioneros en esa linda casa.
Los colegas de la embajada panameña lograron llegar a Colombia. Fue un alivio para todos, pero, también, una oportunidad. Salir y exiliarse en Chile. Quizás, desde fuera, El magistrado tendría una oportunidad de luchar por la democracia venezolana.
Los cinco jueces conversaron y tomaron una arriesgada decisión. El 9 de octubre, a las 5 de la mañana, decidieron salir juntos rumbo a Colombia. Nunca vio tantos vehículos del SEBIN en la carretera. Iban y venían.
El vehículo en el que se trasladaba, junto a 3 colegas, sufrió un accidente cerca de un control de la guardia civil. Parecía que todo el esfuerzo y los meses de encierro terminarían en un choque en la carretera. Pero el chofer del automóvil que los trasladaba se la jugó por completo y consiguió un taxi.
Así, como si la vida les tomara el pelo, pudieron pasar desapercibido en un auto de transporte público por una carretera plagada de agentes de seguridad, llegaron los tres magistrados en taxi a San Antonio de Táchira de madrugada.
El 10 de octubre, casi tres meses después de comenzar la huida, el magistrado y sus colegas lograron cruzar la frontera colombo venezolana.
Miró el reloj. Estaba pasado en 15 minutos en la hora de término de la lección. Iba a interrumpir al último alumno que exponía, cuando este terminó. “Buenas tardes muchachos, nos volvemos a ver el lunes”, dijo. El suplicio académico terminaba y podría almorzar con su familia.
El asilo contra la opresión
Para el magistrado, los almuerzos en familia son siempre agradables. Sufrió durante su primera etapa en Chile. Sólo, sin los suyos, en un lugar extraño y de inviernos duros.
Cada vez que termina de almorzar, se sienta en el sillón, cerca de la ventana de su departamento. Un rayo de sol abriga la siesta y el descanso.
Soñó con ese 13 de octubre de 2017. Cuando el Tribunal Supremo de Justicia se reunió en Washington, donde decidieron que no habría magistrados titulares y suplentes, todos serían iguales, mal que mal todos eran perseguidos.
A la ceremonia no pudo asistir presencialmente. Llevaban pocos días en Colombia y él, junto a otro colega, no contaban con la visa estadounidense. No había tiempo para obtenerla.
El canciller Muñoz cumplió con la palabra empeñada y el asilo se tramitó rápidamente. En su pasaporte estamparon la visa que le reconocía dicha condición por 730 días. El agradecimiento al canciller chileno y al gobierno de Michelle Bachelet continúa hasta hoy.
Un 19 de octubre de 2017 arribaron cuatro de los cinco magistrados que recibieron asilo en Chile. Las autoridades los recibieron con los brazos extendidos en el aeropuerto, Heraldo Muñoz explicó a la prensa que se les proporcionaría un hotel por el tiempo que necesitaran, ya que sus cuentas bancarias se encuentran congeladas por el Gobierno venezolano. Cerró su intervención con que «Chile, como dice su himno nacional, es asilo contra la opresión. Esperamos que su estadía sea grata”.
También tuvieron la oportunidad de hablar. Escogieron a una colega para que se dirigiese a la prensa en nombre de los asilados. El magistrado observaba desde un costado, tratando de digerir los últimos tres meses de vida. Mientras tanto, en los parlantes resonaban las palabras de su compañera: «nos obligaron a abandonar nuestra amada patria de Venezuela, pero hoy otra nación nos da cobijo, nos protege en libertad, porque ese es el derecho fundamental del hombre, la libertad y la vida».
La instalación en Chile fue durante la campaña presidencial, donde el tema de moda era “Chilezuela”, término utilizado por sectores de derecha para denostar las políticas propuestas por la centro izquierda. Oportunidades de trabajo también se veían difíciles. Salir corriendo, sin títulos universitarios ni nada que le permitiera convalidar el título lo hacía aún más complicado. Pero las manos amigas no faltaron, uno que otro conocido lo ayudó a obtener un cargo de docente en una universidad.
El trabajo, el arriendo de un departamento y la cotidianidad iban marcando sus días. Parecía que todo volvía a la calma, hasta que una llamada de Venezuela lo volvió a alertar. Se lo habían dicho, el régimen de Maduro golpeaba donde más dolía cuando no conseguía lo que buscaba, fueron por su familia y les allanaron la casa.
No sufrieron ni golpes ni torturas. Pero los vigilaban, seguían y acosaban. Pensó en regresar, para evitar inconvenientes a sus familiares, pero estos no se lo permitieron.
Gestionó,ante las nuevas autoridades chilenas, la posibilidad de traer a Chile también a su familia. El gobierno de Sebastián Piñera prestó ayuda de forma diligente. Llegaron todos en julio de 2018, para acompañarlo en el frío de Santiago.
Había esperanza, pensó.
Fin de los privilegios
La siesta fue más corta de lo que habitualmente suele tomar. Debía ir a realizar una diligencia a las oficinas del Departamento de Migración y Extranjería. Decidió viajar en metro.
Estaba postulando a la permanencia definitiva, lo mismo que su familia, y quería saber qué pasaba con el trámite. Hace ocho meses que había ingresado la documentación y no recibían respuesta.
El magistrado, si bien agradecía la generosidad del estado chileno por recibirlo a él y a su familia, no entendía porqué le habían quitado el estatus de asilado. Seguía siendo perseguido político, Maduro no había bajado la amenaza contra él y el resto de los integrantes del tribunal supremo.
Lo había conversado con sus colegas que permanecían en Chile. Todos se sorprendieron cuando les avisaron que no les renovarían el asilo y los invitaban a tramitar su residencia como cualquier extranjero en el país, pero les molestó que el canciller de Sebastián Piñera, Teodoro Rivera, no haya querido recibirlos.
Desde esa tarde de marzo de 2020 en que la cancillería chilena les dio la información se siente inseguro. Trata de salir lo menos posible, sin importar que se hayan levantado las cuarentenas y la ciudad vuelva a funcionar.
Si no fuese porque el sistema del DEM es lento y las respuestas automáticas no haría el esfuerzo de ir. Las puertas del departamento estaban cerradas, pero el personal de informaciones le dio la misma respuesta tipo que le dan a todos. “Espere tranquilo. Su documentación está en análisis, cuando esté la respuesta se la harán llegar por correo”.
Tiempo perdido. Nada que hacer distinto a regresar a casa. Decidió volver en Taxi, para hacer el viaje más rápido, dio la dirección y puso la vista fija en la cordillera, mientras sus pensamientos se elevaban sobre el macizo y volvían a poner rumbo a Venezuela. ¿Qué le deparará en el futuro?
*Todos los hechos narrados en esta historia son parte de las vivencias de las y los magistrados que se vieron obligados a asilarse en Chile. Los protagonistas prefieren, por seguridad, no revelar sus nombres.
REFUGIO VENEZOLANO EN CHILE
Panorama General
Chile se ha transformado en el destino de un número importante de venezolanos desplazados por la situación que viven en su país, es así, como de acuerdo con datos entregados por la Organización de Estados Americanos (OEA), “es el tercer país receptor de migrantes y refugiados venezolanos, habiendo ingresado hasta la fecha 455.494 ciudadanos”.
HISTORIA DE RADIO
La historia de Yohan es larga, pero la resume así: “mi hijo entró a Chile el año pasado como turista, de Venezuela, somos perseguidos políticos, yo entré hace 3 años y me acogí al programa de solicitud de refugio. Él, cuando llegó, hizo lo mismo. Le dieron la cita para el 9 de enero del presente año y cuando fue a la entrevista se la negaron, pese a que explicó su situación y que no es secreto para nadie que sucede en nuestro país”.
CIFRAS DEL REFUGIO
Las cifras sobre refugio venezolano reflejan muchas de las cosas denunciadas por las Organizaciones de la Sociedad Civil acerca de la política del actual Gobierno en la materia. La imposición de procedimientos administrativos que no contempla la ley, sumado a los rechazos masivos y la falta de información sobre la materia hacen todo más difícil para las personas que buscan asilo en el país. Tomando en consideración el gran desplazamiento de venezolanos en la región, desde el 2016 a la fecha, un aumento importante en las personas que manifiestan intención de solicitar refugio y quienes logran formalizar dicha solicitud. Este incremento se vio detenido en junio de 2019.
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