La semana en la región ha culminado con una noticia preocupante y desesperanzadora: el Golpe de Estado contra Evo Morales, que culmina con 14 años de gobierno en Bolivia, los que transformaron profundamente el país.
Es importante señalar varias cosas: primero, la vigencia de estas vergonzosas prácticas que, al parecer, son de carácter crónico en la región, especialmente en Bolivia, un país que en algún momento de la historia tuvo el record de Golpes de Estado. No es posible de ninguna manera justificar ni menos apoyar estas actitudes que claramente no contribuyen al progreso institucional de nuestros países.
En segundo lugar, sí podemos comprender algunas actitudes y errores de Morales que allanaron el camino a una intervención no violenta, pero igualmente sediciosa: Evo Morales pretendió eternizarse en el poder de una manera que tampoco es conveniente al desarrollo democrático de nuestros pueblos y en esto hay que ser claros y contundentes. Morales llegó al poder en 2006, hace 14 años, y pretendía estar, al menos, hasta 2025, algo claramente inaceptable. Pero aún más, porque el propio Evo se había comprometido a abandonar el poder si el referéndum de febrero de 2016 le decía ‘No’ a la reforma reeleccionaria. A partir de entonces, muchos adherentes a Morales, un sector de la clase política y de la opinión pública internacional comprendió que el presidente haría todo para no abandonar el poder.
Estos hechos fueron radicalizando a un sector opositor que, de todas maneras, no llamó nunca abiertamente a un golpe o a exigir la renuncia del presidente, sino que los hechos se fueron precipitando generando una bola de nieve. Las elecciones del pasado 20 de octubre fueron puestas en entredicho luego de que extrañamente, y en menos de dos horas, los resultados pasaran de anticipar una segunda vuelta a declarar a Morales vencedor sin nuevos comicios. A las desafecciones en el Tribunal Supremo Electoral le siguió una auditoria de la OEA, patrocinada por España, Paraguay y México, la que comprobó ciertas irregularidades que aconsejaban nuevas elecciones. Evo llamó entonces a nuevas elecciones, pero a estas alturas la situación se había descontrolado: el país llevaba dos semanas de protestas y las demandas habían pasado de pedir segunda vuelta a la renuncia de Evo. En la tarde, y luego de un motín policial en las ciudades más importantes, el jefe del ejército, general Williams Kaliman, “sugirió” a Evo Morales el abandono del poder. El golpe era un hecho.
¿Justifica esto un golpe de Estado? Por supuesto que no, pero convengamos que el pésimo actuar de Morales desde febrero de 2016 fue generando desafectos cada vez mayores y galvanizando a una oposición mucho más radicalizada. A Carlos Mesa –que salió sin pudor a celebrar el “fin de la tiranía”- le acompañan líderes de ultra derecha como el presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, o el excandidato presidencial Chi Hyun Chung, claramente proclives a un retroceso ultraconservador, autoritario y fascistoide en el país. Además, desde el referéndum creció el desafecto de una población anhelante de caras nuevas, en concordancia con el propio camino al desarrollo promovido por Morales, el cual requería un corolario de renovación y sucesión en la presidencia. Morales, muy seguro de sí mismo, avanzó por un peligroso sendero, en que el más mínimo error podría desatar, una vez más, las fuerzas del golpismo y la sedición. Y así fue.
Debemos estar ahora atentos al futuro inmediato de Bolivia, con la incertidumbre de lo que ocurrirá con los miembros del gobierno derrocado, la normalización democrática, las conquistas económicas y sociales de estos años y con el deseo de que, algún día, Bolivia por fin pueda vivir en un ambiente de democracia y respeto de las instituciones, elemento imprescindible de la paz, el progreso y el desarrollo.