La discusión sobre migración y racismo se tomó estos últimos días el debate en redes sociales y medios de comunicación. El incremento de la inmigración ha disparado una serie de temores que develan lo poco preparado que nos encontramos para asumir lo que significa ser parte de un mundo globalizado. Hemos escuchado desde delirantes teorías conspirativas hasta los tradicionales argumentos sobre los costos que la migración supone para el estado, el desplazamiento que sufrirían los trabajadores locales e incluso que su presencia estaría cambiando “la raza chilena”, reeditando sin ningún tipo de pudor visiones propias del siglo XIX. Estas disputas maliciosas han terminado por evadir, en cambio, otros debates cruciales que se han venido dando acerca del lugar de las mujeres migrantes, las problemáticas que enfrentan en Chile y las preocupaciones que genera su precariedad.
El debate en torno a la migración está lleno de contradicciones. El crecimiento y desarrollo de las economías requieren desesperadamente la mano de obra que proveen los trabajadores migrantes, sin embargo, de manera simultánea se les rechaza y se les discrimina; el mundo económico promueve la libre circulación de bienes y capitales asegurando que ello fortalece el desarrollo, pero se evita cada vez con mayor fuerza la libre circulación de personas; las democracias liberales buscan fortalecer los derechos de sus ciudadanos, mientras que coartan y niegan los derechos de aquellos que han llegado en busca de oportunidades de vida a esos mismos territorios.
Los peligros, costos y riesgos que supone migrar bajo estas contradicciones se distribuyen de manera desigual entre hombres, mujeres, niños, pueblos indígenas y afrodescendientes. En el mundo, el 48% de los migrantes son mujeres; en América Latina las mujeres representan el 51% del total de migrantes, y en Chile ellas constituyen el 52.6%, de acuerdo a datos de la OIT. La gran participación de las mujeres se relaciona también con la creciente apertura de mercados de trabajo feminizado asociados al cuidado, los servicios domésticos, estéticos o sexuales que tienden a emplear cada vez más mano de obra migrante.
La experiencia migratoria de las mujeres se encuentra continuamente asociada a situaciones de violencia que las acompañan desde sus lugares de origen, durante el trayecto que realizan, y también en el lugar al que llegan. Son distintos actos de violencia, pero que operan bajo la misma estructura de dominación de género que se profundiza cuando las mujeres pertenecen a grupos étnicos o cuando son mujeres negras. Ellas están constantemente expuestas al maltrato físico y verbal, control sobre lo que hacen y dicen, control sobre sus cuerpos, explotación laboral, violencia sexual o trata con fines de explotación sexual. Desde antes de migrar, las mujeres ya enfrentan todos estos temores e intentan sortearlos; sin embargo, en muchas ocasiones se convierten en pesadillas reales.
En Chile, los estereotipos de género, raza y nacionalidad no solo encarnan discursos, sino que generan prácticas concretas que determinan las posibilidades de inserción de las mujeres en la sociedad, ya sea en términos laborales, sociales o culturales. Un estereotipo común que opera en las sociedades chilenas, asocia a las mujeres peruanas y bolivianas con la sumisión y el trabajo doméstico, lo que construye condiciones específicas de empleabilidad en este tipo de servicio. Esto contrasta con el caso de mujeres afrocolombianas o dominicanas que son exotizadas y sexualizadas, por lo que muchas veces ven restringidas sus posibilidades laborales a industrias como el entretenimiento varonil y los salones de belleza.
La regularidad migratoria y los permisos laborales, son especialmente importantes para que las mujeres puedan alcanzar autonomía. La violencia institucional encarnada en la actual ley migratoria agudiza la precariedad de las mujeres migrantes obligándolas a mantenerse en empleos donde son abusadas; a buscar en los mercados matrimoniales una manera de solucionar su situación de irregularidad; o bien, a optar por la maternidad como una forma de acceder a derechos sociales.
Fortalecer la ciudadanía, reconocimiento de estudios y entregar visas de manera independiente y no bajo la figura de dependencia del cónyuge, son medidas de fácil implementación y que contribuyen a que las mujeres inmigrantes puedan tener herramientas para luchar contra las condiciones de violencia en las que muchas se encuentran. La lucha por los derechos de las mujeres debe incluir a todas, identificando aquellas demandas específicas que surgen de experiencias particulares, como es el caso de las mujeres migrantes.
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