Apenas salí con lo puesto. Algunas de mis ropas viejas, el dinero reunido a préstamo, y la voluntad de hacerme un camino hacia lo desconocido. Mi única certeza era que, a la distancia, ayudaría a los míos que dejaba atrás.
Poco sabia de Chile; que estaba lejos, que cualquier trayecto que tomara, sólo tendría que arrinconarme al sur del Pacífico. Y me lancé, bolso al hombro y una visa de fantasía en el bolsillo, en dirección a Chacalluta, Paso Los Libertadores, Aeropuerto Arturo Merino Benítez…
Llegué a Iquique, llegué a Calama, llegué a Antofagasta. Padecí el calor seco de ese norte, ese calor tan distinto al de mi país. Lo cierto es que ofrecí mis brazos en el mineral del cobre, estuve inmerso en el frenesí claroscuro de las shoperías. A veces salía a pasear por las veredas tierrosas que me llevaban a enfrentarme al furioso mar azulado de Chile. Entonces, fijaba mi vista en el horizonte y recordaba…
También estuve en Santiago. Y sentí frío, frío de su invierno bajo cero, frío de la impersonalidad de la capital. A veces me miraban raro, a veces percibía comentarios a mis espaldas y no faltó la ocasión donde mi color de piel fue motivo de insulto. Pero yo seguí, vendiendo lo que fuera en la locomoción colectiva, exprimiendo jugos, o sudando frente al aceite caliente de la fritanga callejera.
Me transformé en un mago de las finanzas. Dormía pensando en la remesa para mi familia, mis enanos y mis viejos, soñaba que podía traer a mi gente a la brevedad posible, tal vez procurar una educación mejor para mis hijos. Me pasaba horas así, mirando el techo de zinc de la vieja casa donde alojaba.
Hubo gente que quiso aprender mi cultura, que quisieron hablar mi idioma. Me abrieron sus puertas, sus corazones, me sentí acogido como el ser humano que soy, condición superior a cualquier frontera o estado migratorio. Con todo, la bronca y el dolor también endurecieron nuestra piel ya raída por los avatares de la historia.
Porque sentí como propio el frío de Benito Lalane, muerto de hipotermia en Pudahuel, a pesar del hacinamiento en que vivía. También fui Joane Florvil y su desesperación ante la desidia de la burocracia que optó por lo más cómodo: hacer la vista gorda ante el arrebatamiento de su hijo. Algo de mi se fueron con esos hermanos, asumiendo que también morí un poco con ellos.
Pero seguimos acá, de pie ante esta vieja historia de la trashumancia en busca de un destino. Vengo de Puerto Príncipe y también de Santo Domingo. Nací en La Habana como también salí parido en Calí o en Buenaventura. Soy de Quito y Esmeralda, como también de Trujillo y el Callao. Y ahora estoy en Lo Espejo, Quilicura, Valparaíso y Concepción.
La geografía dice que soy de Latinoamérica, la sociología me califica como «inmigrante» y a veces el Estado me moteja como «indocumentado» .
Es más simple: soy una persona en estado de lucha por la sobrevivencia y la dignidad.
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