Cómo ha cambiado la Santiago que conocí en el ’98

Hace poco visité la cima del cerro Santa Lucía y dije: «Qué diferente se ve el panorama desde mi primera visita».

Fue en el año ’98 cuando por primera vez pisé tierras chilenas, luego de partir desde mi Cali natal y recorrer medio continente en bus. La más grande diferencia es que, en esa época, lo primero que se contemplaba desde aquella cúspide era un gran tapete de casas y edificios bajos que componían la gran Santiago. Ahora muchas de esas casas desaparecieron siendo reemplazadas por grandes edificios haciendo gala de la modernidad.

Hay cosas que nunca cambiarán si divisas el horizonte desde ahí: el inigualable manto blanco de la cordillera, digna de postales, y el triste esmog. Ambas están insertadas en el tuétano descriptivo de la capital.

Llegué a la ciudad de micros amarillas  —donde te daban el tiquete al subir—  después de que mis amigos de barrio me dejaran en la terminal de buses. Recuerdo que antes de subirme al bus cantábamos Tren al Sur de Los Prisioneros que, sin darnos cuenta, encajaba muy bien con el momento, sobre todo por mi felicidad a pesar de los pocos pesos en el bolsillo.

¡Sí que ha tenido cambios la ciudad! En esa época ver a alguien de raza negra en la calle era tema de conversación en la mesa; era todo un acontecimiento digno para tomarse foto con el/la protagonista. Hoy en día, con el crecimiento de la población migrante, ya no es raro.

Me gustaba —aún me gusta— caminar bastante por las calles, sobre todo del centro. La diferencia es que ahora ya no me encuentro casetes con las canciones de «Café, con Aroma de Mujer» que vendían en el piso por esos días de octubre, aquella novela colombiana que se hizo tan popular que llegó a este rincón del mundo. Muchos querían escuchar a «Gaviota».

Mi acento caleño, era otra cosa… ¡No lo conocían! Cuando hablaba me decían que si era de Brasil, de Paraguay; algunos me llegaron a preguntar que si era de la India… no sé de dónde sacaron eso. Es comprensible porque con la poquísima cobertura de Internet, era escaso lo que conocían de Colombia, excepto por cosas como novelas, reinas, cumbias, Caribe (aún pocos saben que también somos Pacífico), Gabo, Valderrama y, tristemente… droga.

Esa falta de navegación por el ciberespacio también hacía que nosotros, los colombianos, tuviéramos asimismo poca información del país austral. Yo, por lo menos, sólo tenía referencias de Condorito (era una de mis revistas favoritas), Los Prisioneros, Neruda, Gabriela Mistral, la dupla Za-Sa y, tristemente… Pinochet. Hablando del célebre dictador, por esos días era el motivo de las manifestaciones callejeras – a favor y en contra- que presencié, a propósito del arresto en Europa que había sufrido días antes, justo el día de mi cumpleaños.

Me sentía casi exótico y único. Era muy difícil encontrarse con un compatriota en la calle y, cuando sucedía, era todo un descubrimiento; salvo si te recorrías la calle Suecia y te encontrabas con un conocido restaurante colombiano con la figura del «Pibe» Valderrama afuera. Una vez, recorriendo el legendario «Persa Biobio», me encontré con una pareja – provenientes del barrio Siloé de Cali – que tenían un puesto donde vendían de todo. Nos quedamos conversando por mucho rato. Siempre era bonito encontrarse coterráneos en aquella época. ¡Ahora también lo es!, sólo que ya no es un acontecimiento con los cerca de 40 mil que somos ahora en Chile.

Los pocos meses que me quedé en el país no fueron suficientes para conocerlo bien, pero sí me alcanzó para tener una buena conexión, la cual se mantuvo después de varios años, cuando regresé. Me gustó la Santiago de esos tiempos, y la de ahora también me gusta, incluso más. Sobretodo por el intercambio cultural que está teniendo; donde no sólo se escucha cumbia, sino también salsa; una ciudad más cosmopolita, más integrada, más diversa, más colorida.

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