“¿Tú eres mi amigo?”, interpeló Adrían a mi padre, luego de un gracioso, pero inconducente diálogo. Ante la respuesta afirmativa, Adrián volvió a atender al resto de los clientes del paladar, esos sencillos restoranes particulares permitidos por el régimen, no sin antes sentenciar: “entonces yo los llevo”. Así, se cortaba la discusión en torno a la vía más expedita de llegar a Varadero desde La Habana. Al otro día, tal como lo prometió, Adrián nos pasó a buscar a la hostal y nos llevó hasta el terminal donde podíamos ir al famoso balneario cubano, ahorrando unos cuantos pesos. Su ayuda fue a una hora altruista: 06:30 de la mañana.
Nuestra sorpresa no terminó ahí. Cuando quisimos retribuirle el favor con dinero, Adrián lo rechazó de forma tajante. “No, no, no. Olvidaeso. Chico, yo los ayudo porque los quiero mucho”, confesó.
Es altamente probable que historias como la anterior hayan sido experimentadas por todo aquel que haya visitado Cuba. Criados en la necesidad de vivir con lo justo, el pueblo cubano puede llegar a conmovedoras expresiones de generosidad. Como es el caso de Manuel, el señor que vende dulces en la Plaza de Armas de La Habana, quien le obsequió a mi padre un libro sobre la caída de Fulgencio Batista, así no más, simplemente por honrar una amistad surgida por más de 90 minutos de conversación. O como lo hiciera Miguelito, vocalista de una de las bandas del Café París de La Habana Vieja quien, luego de pasarnos casi una noche entera cantando en el Malecón, nos invitó a mi y a mis padres a almorzar en su casa. Dada la vida modesta en la isla, que un cubano invite a su hogar no es otra cosa que una expresión de alta nobleza.
Estuve en La Habana dos semanas del mes de abril, en medio de noticias impensadas hasta hace un tiempo atrás. En la retina del habanero estaban el concierto de los Rolling Stone, la visita del presidente de EE.UU., Barak Obama y el encuentro entre el papa Francisco y el patriarca Kirill de la iglesia ortodoxa rusa. Es cierto que se respira un cierto aire de apertura en la isla, apertura para decir y hacer aunque, si permiten la metáfora, también parece apenas una brisa de atardecer. Según lo conversado con muchos cubanos, estos no cifran grandes esperanzas en que sus vidas cotidianas cambien mucho. Algo razonable para un país pequeño que le ha caído encima muchos de los pesados meta relatos del siglo XX: comunismo, socialismo, imperialismo, internacionalismo, hombre nuevo, revolución… A estas alturas, podríamos decir que en Cuba están curados del espanto.
Con todo, quiero ser optimista con el futuro de Cuba: el porvenir no puede ser sino de esplendor. Son uno de los pueblos mejor educados del continente, informados a pesar de las restricciones y con un hábil manejo del arte de la conversación; empatía, respeto y un humor que puede tornarse desopilante. Junto a ello, llevan más de medio siglo explorando todas las posibilidades de sobrevivencia, lo que ha acentuado la creatividad a niveles surrealistas. El ejemplo más patente es la mantención de los “almendrones”, aquellos añosos autos “americanos” de la década del 40 y 50, adaptados con chasis y motores modernos. Mecánica a la cubana, una humorada a las posibilidades de la ingeniería.
Esto, sin ahondar en el aporte de Cuba a las artes, resultado de mezcla de razas –españoles, africanos, franceses, chinos-, de su estratégica ubicación geográfica (al lado de EE-UU-, pero también cerca del Viejo Continente, casi mirando también a África) que los ha hecho permeable a una síntesis de muchas culturas. Su expresión más notable, si me permiten la licencia, es su desarrollada creación musical, lo que –junto a Brasil- ha convertido a la isla en uno de los faros de la riqueza sonora de América Latina
¿Dónde llevará la Historia a Cuba? Hay que evitar la soberbia de las proyecciones ante una fuerza tan dinámica como es el futuro de los pueblos. Sin embargo, permitámonos un anhelo: que sea donde los cubanos decidan libre y soberanamente. Suficiente.
Mientras que nosotros, el Chile neoliberal, embriagado con su título nobiliario de “país Ocde”, tenemos muchas cosas que aprender de los cubanos. Lo primero, aflojar los movimientos del cuerpo y bailar sin pudores. Lo segundo, tomarse en serio el rito del encuentro y de la conversación. Pero, por sobre todo, cultivar algo en que los cubanos nos llevan delantera: compartir lo que se tiene, no lo que nos sobra.
*Verso de «Canción Urgente para Nicaragua» de Silvio Rodríguez.
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