Desde los balcones, desde los patios de los condominios, desde las aceras, desde los autos el nombre de Chile salía multiplicado. Los claxon, los gritos, las obscenidades, las trompetas, los pitos, las gargantas inundaban Santiago de rojo, azul y blanco. El intermedio era aprovechado para que los hinchas salieran a los locales y supermercados de esquina para reponer las cervezas, el pisco, los cigarros. Y de pronto, en la calle Lira, las miradas se fueron cielo.
La gente miraba hacia arriba. Y en un país católico todos podrían haber hecho una lectura herrada. Oh, Herrada, oh. Pero no… no le estaban pidiendo a dios ni a las mil vírgenes – ni a Herrada- los penales con los que Chile consagraría a su equipo como el mejor de Copa América 2015, como la mejor selección local de la historia.
Ahí, en un piso de cierto edificio, estaba ella. Quizás era el piso 10 o el 15. Lo menos que hice fue medir la altura. En la ventana, como bicho raro, como animal escapado de zoológico, estaba ella. Orgullosa de donde venía desde su ventana hizo colgar una bandera. Blanca y celeste. Albiceleste. La bandera contrincante. La de los rivales. La suya. En la cabeza llevaba una corona de flores, también de los mismos colores de su patria.
Quizás no era ni su patria. La gente comenzó a salir del supermercado y se seguían sumando a los que miraban hacia arriba. La gente comenzó a inventarse historias. La gente comenzó a inventarle historias de vida a la mucha de la bandera argentina. Que si era una chilena provocadora. Que si se había casado con un argentino, porque los argentinos son tan guapos que merecen eso – dijo una señora muerta de risa, como si el futbol lo amara solo porque podía libremente embriagarse delante de los hijos. Y yo entonces pensé que la Bolocco se había envuelto en una bandera argentina y posado para una revista de papel couché. Y Menén, aunque argentino, de belleza tenía bien poco. A pesar de Menen y de la Bolocco, la teoría podría ser cierta.
Pero de las teoría pasó al enfrentamiento. Y desde la calle, le gritaban cosas. Que la iban a matar si Argentina ganaba. Que hoy Messi se iba a lesionar. Que Chile se desquitaría sacándole la cresta. Ella se llevaba la mano a la boca como si estuviera muerta de risa. Y desde su posición privilegiada, desde su altura, viendo tan minúsculos a los chilenos me la imaginaba disfrutando su superioridad histórica.
Pero entonces pensé en su soledad. Nadie la acompañaba en la ventana. Y pensé en su fuerza. Porque su soledad y su desventaja numérica no la amilanaron. Ahí estaba, orgullosa de lo que era, sin ofender a nadie. Algo más humilde, cierto, de lo que en Chile creemos de los vecinos, pero ella movía su mano, con ademán elegante, y aceptaba cada chiste, cada ofensa. Y pensé cuántos inmigrantes gritaron, lloraron, rieron, toleraron cada triunfo o cada derrota desde la soledad de una ventana en estos días de Copa América. 2015.
La fiesta terminó y Chile lloró cada minuto, cada alargue, cada jugada. Gritó. Se emoconó. Nos emocionó a todos. Pero otros miles lo hicieron, tal vez, estoica y silenciosamente. Y desde su soledad, acompañaron al equipo de su vida. Hasta que pudieron optar y defender a Chile. Algunos, sin embargo, como ella, no pudieron cambiarse de bando. Chile y Argentina llegaron juntos al final y a ella, como a sus compatriotas, no tuvieron más opción que esperar. Porque mate o choripán, igual iba a tener pretexto para gozar la Copa del fútbol americano.
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