Pareciera común participar en conversaciones grupales en las que gran parte de amigos o conocidos expresan un odio profundo hacia personas que han cometido abusos sexuales, otros delitos de la misma índole, o bien robos y asaltos. No es raro escuchar comentarios como “que lo hagan mierda en la cárcel” o “deberían morirse todos”.
El programa de Emilio Sutherland, “En su propia trampa”, ese en que se hace “pagar” a personas por los delitos cometidos sometiéndolas a situaciones similares, pareciera seguir la misma línea, similar a la Ley de Talión, esa del “ojo por ojo, diente por diente”, de la justicia retributiva.
De ninguna manera se pretende acá justificar delitos horrorosos contra la dignidad de las personas, sin embargo resulta posible cuestionarse ¿cómo se enfrentan de raíz estas situaciones pagando con la misma moneda?
Trabajo actualmente con adolescentes que roban, asaltan y golpean a cualquiera en la desesperación de consumir drogas, una dura realidad, es cierto, pero: ¿qué pasa con su dolor? El dolor de ese niño que fue abandonado por una madre que iba y venía y que él amaba con su vida. Una madre ‘malvada” que huía de casa ante el maltrato reiterado de un hombre que se embriagaba en su ausencia ya que no concebía una vida sin ella, porque le enseñaron que una mujer era su propiedad.
Trabajo con esa madre “desnaturalizada” que ha drogado y golpeado a su hija de dos años, en la desesperación de que esta la deje vivir la pérdida desgarradora y enloquecedora de otro hijo asesinado.
Trabajo con un chico de 12 del que nadie quiere hacerse cargo y que escucha reiteradamente “mejor que se lo lleven a un hogar”, con uno de 14 que escucha de su madre decir “no sé porque me dice mamá, si a este nunca lo he considerado mi hijo”, uno de 10 al que su madre rechaza por parecerse a su padre, porque en él ve reflejado el rostro de quien incluso intentó matarla, con uno de 17 que comenta “voy a ser delincuente toda mi vida, si eso dicen que soy” ese “delincuente” que acepta internarse para tratar su consumo de drogas y que señala con voz quebrantada “no creo que pueda”.
Trabajo con jóvenes a los que se les han vulnerado sus derechos de niño, que presentan conductas transgresoras, que ahora se drogan, roban y golpean y quizás luego algunos de ellos violarán y matarán. Sin embargo en sus rostros no veo maldad, sino un profundo dolor.
Es por lo anterior que me parece preciso cuestionarnos. ¿Será posible separar las conductas “reprochables” del contexto histórico afectivo de quienes las cometen? Me interpela imaginar la historia de aquel abusador que no pocas veces en su vida es más victima que victimario, y entonces ¿desde dónde juzgamos a aquel “delincuente”? ¿Cómo “rehabilitar” desde la vulneración a quien ha sido vulnerado?
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