En momentos en que se escriben estas líneas el mundo esperaba con profundo temor un ataque militar contra Siria, patrocinado por Estados Unidos. En momentos en que se escriben estas líneas no se tiene cabal certeza de la culpabilidad del gobierno de Bachar Al-Asad sobre la muerte de más de mil personas, muchos de ellos niños, el pasado miércoles 24 de agosto, en el barrio damasceno de Ghouta. En momentos en que se escriben estas líneas los inspectores de Naciones Unidas no dan a conocer ninguna conclusión importante.
Más allá del clásico jueguito geopolítico de las grandes potencias (quién lleva la batuta en Medio Oriente, cuánto perdería Rusia si su aliado sirio termina siendo conquistado por Occidente, qué pasará con el futuro de Irán y Hizbullah, qué rol juega Israel en el desalambrado político del Levante, etc.), el cual ha sido motivo de suficientes análisis, por lo que sería redundante abundar en ello, creemos que es más importante detenerse en las consecuencias derivadas de una situación ya antes vivida y, por cierto, mucho más compleja que las simples veleidades y fanfarronadas de las potencias.
Cuando Estados Unidos y sus aliados invadieron Irak todos recuerdan el justificativo esgrimido por Washington: armas de destrucción masiva. Y también todos recuerdan qué pasó con ellas: nada, porque no existían. Si la credibilidad de Occidente era ya muy discutible, éste hecho –que se saldó con centenares de miles de muertos- terminó por darle un golpe del que aún no se repone del todo, dejando además a la legitimidad de las instituciones internacionales en un estado de miseria absoluta.
La situación en Siria es similar. Dejemos de lado que estamos de acuerdo en que matar civiles indefensos, especialmente niños inocentes, es un acto de una barbarie suprema. Sin embargo, desde el punto de vista de las acciones de los Estados, la política internacional y la resolución de conflictos, tener esto en cuenta es sólo el primer paso. No logramos comprender entonces la súbita premura de los Estados Unidos y Francia (los dos principales promotores) más el llamativo silencio de Israel por una (nueva) intervención militar en Medio Oriente sin (¡otra vez!) tener las pruebas suficientes del “delito”. Bachar Al-Asad puede ser un pésimo gobernante, puede ser un tirano, pero toda calificación deriva necesariamente de la comprobación de su culpabilidad, no al revés. Y en este caso eso aún no sucede.
El mismo secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon solicitó públicamente dejar a los inspectores de la ONU hacer su trabajo y entregar las conclusiones. ¿Por qué el apuro entonces? Las dudas han hecho tomarse con calma la decisión a Gran Bretaña, cuyo parlamento le quitó el piso a David Cameron para colaborar en una nueva aventura militar en el Levante. ¿No es eso acaso suficiente para tomarse un tiempo y meditar racionalmente una decisión?
A las bravatas de Washington y París se suman las de Moscú. Rusia no quiere perder la amistad siria, por razones obvias, y optó por mover las piezas. ¿Convicción o mero simbolismo? Está por verse.
Todo lo que ha ocurro en la última semana es tremendamente confuso. No hay certeza de los ataques, no hay certeza de las conclusiones y no hay claridad acerca de la real situación interna de Siria. Pero hay un elemento más que ha pasado desapercibido: el ataque en Ghouta se realizó sólo un par de días después de que los inspectores de la ONU llegaran al país. En efecto, el pasado domingo 18 de agosto, tres días antes del indignante ataque en Ghouta, una decena de químicos y médicos llegó a Siria para cumplir con tres inspecciones autorizadas por Damasco ante denuncias de uso de armas químicas, incluyendo una del propio régimen. ¿Es tan torpe Bachar Al-Asad como para ordenar tan deleznable ataque teniendo a la misión de Naciones Unidas encima? Y si lo fuera, cosa que no sorprendería, ¿por qué cometió tamaño desatino?
En momentos en que una vez más la comunidad internacional ve cómo la legitimidad del sistema ahonda su erosión interna, y cuando la gran potencia se dispone, cual policía inepto, a volver a disparar primero y preguntar después, sería bueno hacerse esas y otras preguntas.
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