Se cumplen 150 años desde que se publicara “Les Miserables”, la famosa obra del autor francés Víctor Hugo.
Autor: Cristían Viñales SJ
La obra es una crítica profunda a la sociedad francesa de comienzos del siglo XIX y creo que resulta perfectamente extensible, en el tiempo y el espacio, a lo que constatamos a simple vista en el Chile de hoy.
El protagonista de la novela, Jean Valjean, condenado por romper una vitrina y robar un pan para alimentar a sus sobrinos, puede constituirse como paradigma de muchos que han sido, son o serán, reducidos a la etiqueta de ‘insignificantes’ en nuestra sociedad.
“Comenzó por juzgarse a sí mismo. Reconoció que no era un inocente castigado injustamente. Confesó que había cometido una acción mala, culpable; que quizá no le habrían negado el pan si lo hubiese pedido; que en todo caso hubiera sido mejor esperar para conseguirlo de la piedad o del trabajo; que no es una razón el decir: ¿se puede esperar cuando se padece hambre? Que es muy raro el caso que un hombre muera literalmente de hambre; que debió haber tenido paciencia; que eso hubiera sido mejor para sus pobres niños; que había sido un acto de locura en él, desgraciado criminal, coger violentamente a la sociedad entera por el cuello, y figurarse que se puede salir de la miseria por medio del robo; que es siempre una mala puerta para salir de la miseria la que da entrada a la infamia; y, en fin, que había obrado mal” (*).
¿Cuántos se podrían sentir identificado con esto? Mapuches en barricadas, jóvenes lanzando piedras, migrantes sin documentos o incluso carabineros excediéndose en el uso de sus facultades. ¿Cuántas razones justas? Dignidad, educación, libertad, seguridad, que, como el hambre de los suyos en el caso de Jean Valjean, se constituyen como motivos indudablemente razonables para luchar.
Pese a ello, la impotencia al reconocerse invisible ante los ojos de la ‘justicia’ y el dar cabida al instinto tan humano de buscar e identificar ‘culpables’ y hacer justicia por los propios medios, eclipsa nuestras más profundas intenciones y terminamos como San Pablo, quien se reprocha: “No hago el bien que quiero sino el mal que no quiero”.
Me esfuerzo en sostener que nada justifica un delito. Ciertamente, quien comete un error es responsable de sus actos, aun cuando su lucha sea justa y legítima en favor de un derecho genuino, básico. Con todo, ¿No es también responsable, en alguna medida, quien arrebató, negó y burló, inicial y permanentemente ese derecho?
“Después se preguntó si era el único que había obrado mal en tal fatal historia; si no era una cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo; que él, laborioso, careciese de pan; si, después de cometida y confesada la falta, el castigo no había sido feroz y extremado; si no había más abuso por parte de la ley en la pena que por parte del culpado en la culpa; si el recargo de la pena no era el olvido del delito, y no producía por resultado el cambio completo de la situación, reemplazando la falta del delincuente con el exceso de la represión, transformando al culpado en víctima, y al deudor en acreedor, poniendo definitivamente el derecho de parte del mismo que lo había violado; si esta pena, complicada por recargos sucesivos por las tentativas de evasión, no concluía por ser una especie de atentado del fuerte contra el débil, un crimen de la sociedad contra el individuo; un crimen que empezaba todos los días; un crimen que se cometía continuamente.“ (*)
El pasado 8 de mayo por la mañana (día de la última marcha estudiantil), caminaba por la Alameda y me sorprendí al ver cientos de carabineros desplegados por las calles, con escudos y cascos, formados uno al lado del otro, en línea, todos, por cierto, cumpliendo con su deber, como dispuestos a atacar o preparados para defender, como prediciendo o incitando la violencia. Desfilaban por las calles cortadas, un sinnúmero de verde oscuros: camiones, camionetas y buses. Sin darme cuenta en qué momento, mi sorpresa cada vez más se iba tiñendo de rabia.
“Se preguntó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros, en un caso su imprevisión irracional, y en otro su impía previsión; y de apoderarse para siempre de un hombre entre una falta y un exceso; falta de trabajo, exceso de castigo.
Se preguntó si era justo que la sociedad tratase así precisamente a aquellos de sus miembros peor dotados en la repartición casual de los bienes y, por lo tanto, a los miserables más dignos de consideración.” (*)
No puedo evitar pensar en aquellos adolescentes cuyas vidas son complejas. Abandono, violencia, soledad, mala educación, en definitiva, carencias con las que cargan desde la infancia, sin haber tenido la oportunidad, aún, de decidir por nada. El hecho de que algunos delincan será quizás, porque el modelo impuesto los ha arrastrado a ello. No buscan acaso lo que nuestra sociedad les impone como necesario; “la moda”, “lo último”, en definitiva, consumo. ¿No han arrastrado, tal vez, los modos que su contexto ha validado? ¿no parece que hay un responsable más en todo esto?
“Presentadas y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad y la condenó.
La condenó a su odio.
La hizo responsable de su suerte, y se dijo que no dudaría quizá en pedirle cuentas algún día.
Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había causado y el que había recibido; concluyendo, por fin, que su castigo no era ciertamente una injusticia, pero era seguramente una iniquidad” (*)
(*) Todas las citas presentadas en este artículo corresponden al Libro II, capítulo V de la obra “Les Miserables” del autor francés Víctor Hugo.
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