Cualquier búsqueda en la web o en lo que va dejando la prensa escrita, nos permite encontrar dos posiciones claras sobre la situación del “canto militar chileno”. En una, la de actores sociales y políticos que atacan, critican y condenan las rimas de los soldados; por otra, la petición de disculpas, excusas y búsqueda de culpables. Sin embargo, ningún actor ha optado por ocupar la conciencia y la memoria para decir: bueno, ¿deberíamos sorprendernos?
Hace 15 años, caminando por la costa Iquiqueña de Chile, tuve la oportunidad de escuchar, si no el mismo, un canto con idénticas características y objetivos: “argentinos mataré, peruanos degollaré, bolivianos fusilaré”. La intención de esta opinión no es la de adentrarme en las discusiones académicas sobre el nacionalismo, multiculturalismo y democracia; no es la de explicar desde la ideología, Estado y ley el por qué de los ataques verbales de esos militares; no será, bajo ningún punto de vista, un discurso alejado de hechos concretos y materiales; el objetivo de esta opinión será la de hacer una invitación a un recorrido breve, pero directo, sobre lo que nos enseñan a respetar y reproducir en Chile.
En Chile se le enseña a la mayoría de los jóvenes (más allá de las buenas prácticas y el “deber ser”) que la educación es un trampolín de movilidad social, es decir, que dependiendo de lo que estudiemos (si es que accedemos a una educación técnica secundaria y si tenemos la posibilidad de una universitaria), podremos tener más o menos réditos económicos dentro de este sistema productivo. Por lo tanto, el respeto, cercanía y solidaridad con nuestros compatriotas, en primera instancia, está limitada por las oportunidades que la libre competencia me den para satisfacer mis necesidades. Aprendemos para ser buenos competidores, no para generar más conocimiento o desarrollo social, bajo ningún punto de vista para ser más iguales. Toda nuestra estructura educativa está sustentada en la llamada “meritocracia”, donde los “mejores” son quienes ocupan los lugares de mayor responsabilidad.
“Meritocracia” escrito entre comillas, debido a que Chile es uno de los países con peor distribución de la riqueza producida. Datos sobran y, aunque son utilizados en múltiples estudios, aún no implican un cambio en objetivos políticos y sociales: el ingreso mensual promedio nacional de un hogar del primer decil es de $85.741 pesos, mientras en el décimo decil es de $3.048.821 pesos, según datos obtenidos de la Encuesta CASEN 2011, elaborada por el Mideplan. Esto inmediatamente genera dudas sobre el mérito que pueden tener unos sobre otros, cuando hoy el acceso a la educación chilena -como hemos visto en las demandas de las grandes movilizaciones estudiantiles de los últimos años- está determinado por la capacidad económica de las familias. Dicho esto, el juego de competencia entre las personas en esa esquiva movilidad económica hace que la respuesta, ya natural a las expectativas de cualquier iniciativa, sea la de magnificar los beneficios económicos a como de lugar.
Así se mueve Chile para la gran masa de población que no es millonaria y que subsiste gracias al sistema de endeudamiento. Llegado este punto, involucremos a la población inmigrante dentro de la ecuación: personas que en su mayoría han debido abandonar sus países por razones laborales, arriban a un país con una desigualdad económica flagrante, pero con oportunidades de trabajo generadas por un sistema “estable” y “democrático”. He ahí que nazcan, desde los estratos más pobres, enunciados como “nos vienen a robar el trabajo”, sin dar cuenta que, finalmente, los que vienen desde sus países son iguales a nosotros, con las mismas necesidades y carencias, en un sistema que reproduce atropellos sociales sin importar el color de la piel y que, finalmente, oculta tremendas verdades, como el hecho que Chile es el tercer socio comercial del Perú, desde donde el sector empresarial invierte una suma que llega a los US$7.000 millones. Es decir, hoy son muchas las empresas peruanas que generan trabajo en Chile, pero la competencia sigue y lo hace también a nivel de las naciones, donde se reproduce un sistema competitivo a gran escala.
Es esa competencia uno de los argumentos fundamentales para pelear por los territorios, para ir a la Haya, para “defender la patria”. En definitiva, ese grito de guerra encarnado en el canto militar habla de la defensa, sí, pero no de una nación, de su gente, de su cultura; habla de la defensa de la propiedad, del beneficio individual, de la ganancia de unos pocos. Dicho esto, opino: no nos sorprendamos tanto y reconozcamos el país en el que estamos, comenzando con eso podremos mejorar.
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